Lo de Màxim Huerta ha sido de traca. El efímero ministro de Cultura y Deporte ha durado nada, se ha ido casi sin tiempo para colocar en la mesa de su despacho la foto de la familia ni para conocer el nombre de su chófer oficial. Tal como está el patio, hubiera sido más que un error una solemne insensatez mantenerle en el cargo en un Gobierno que llega como consecuencia de la corrupción ajena, por más que la triquiñuela fiscal en la que le pillaron quedase a años luz de la putrefacción de la Gürtel.
Màxim Huerta, periodista y escritor según su currículum oficial, es personaje más conocido por su oficio de presentador en programas llamados del corazón, o del chisme, o de la entrepierna, en la cadena más cutre del panorama televisivo español. Su nombramiento sorprendió -para mal- a muchos analistas que conciben la política como algo para gente seria, mientras se comprendía que fuera aplaudido con alborozo por la mayoría de sus colegas de la farándula. Era un blanco fácil para quienes tienen ahora como única dedicación sacudirle estopa al Gobierno que dicen “usurpador” de Pedro Sánchez. A Màxim Huerta muy pronto comenzaron a lloverle chuzos por la supuesta frivolidad de su procedencia televisiva, por sus antiguas e irreflexivas consideraciones sobre el deporte, área de la que como ministro se hacía responsable y, para colmo, ay, esos viejos tuits que carga el diablo.
Màxim Huerta, hay que reconocerlo, resistió las embestidas iniciales con buen talante, sin borrar la sonrisa, simpático, encantador, esperando ser considerado por la prensa como “uno de los nuestros”. Es fácil suponer que aceptó su nombramiento encantado, viniéndose arriba, con la fascinación de quienes de un día para otro traspasan la barrera, y bien dispuesto a gestionar la cosa, entre amigos. Tal subidón, tanta ilusión le habría producido la llamada de Pedro Sánchez y tal fue su disposición a aceptar lo que le cayera, que ni siquiera se le pasó por la cabeza advertirle al presidente que tenía un pecadillo en la mochila, un antiguo encontronazo con el fisco. Poca cosa. Como todos los de la farándula, supuso. Además, ya pagó. ¿Para qué iba a irle a Pedro con ese leve borrón ya casi olvidado?
El penoso episodio de Màxim Huerta, su más que fugaz paso por un ministerio que muy posiblemente le venía grande, sus escasísimos seis días de gloria, nos sirven para reflexiones de tanto calado como el escandaloso tejado de cristal que a todos nos cubre y que, dado el caso y a conveniencia de quien se sirva de ello, pone en el foco de redes sociales y páginas digitales la vida y milagros de cada quién. Y si ese quién pasa a ser personaje público, el rastreo es inclemente, meticuloso, y persigue la presa con brocha gorda y sin miramientos al contexto.
Otra reflexión evidencia las prisas, urgencias casi, con las que el recién elegido presidente improvisó un Gobierno alternativo aun a riesgo de acertar a medias. Y, al mismo tiempo, las prisas y las urgencias de los desalojados y sus cómplices para atacar al menor descuido a quien les desalojó. En el caso que nos ocupa, habrá que reconocer que el hallazgo digital de la pifia de Màxim Huerta les pilló desprevenidos tanto al aún ministro como al Gobierno, y que la primera intención estuvo a punto de ser la habitual en los viejos partidos, negar, quitarle importancia y tirar para adelante. Luego, a la vista de que mantener a un pretérito defraudador en el Consejo de Ministras y Ministros era tan demoledor como reconocer que nada había cambiado tras la moción de censura, se reaccionó a tiempo y Huerta tuvo que dejar la cartera casi aún sin abrirla. Se marchó cabreado, dolido, fustigando a “la jauría” que se la tenía jurada y proclamando que su trampa fiscal no era una trampa, que fue víctima de una injusticia. Y adiós, Màxim, adiós. Lo que era tu sueño ha sido tu pesadilla.
Y puestos a sacar conclusiones, atención a las ingentes cantidades de dinero que ganan -o al menos ganaban- los personajes televisivos en programas que poco tenían que ver con la cultura propiamente dicha. Y atención al inmenso negocio de los asesores fiscales que, hecha la ley hecha la trampa, ayudan con mil y una triquiñuelas a los que más ganan a defraudar, a trampear, a guardarse para sí lo que debería ser para todos. Y, eso sí, pasando por ese escabroso trabajo de asesoría unas facturas de infarto, porque las grandes fortunas dan para mucho.