Ética, objetividad, imparcialidad. Tres mimbres imprescindibles para que esa institución silente y clave en democracia que se llama confianza ciudadana no quiebre. ¿Y qué sucede en estos agitados días? Pues sencillamente que adoptar una decisión política mediante una decisión judicial como la dictada por el magistrado Llarena para impedir la investidura de Jordi Sánchez supone desviar el sentido del Derecho y de la justicia. O, en el otro plano, en el de la desviación del fin de la política, sucede que afirmar como lo hace la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cifuentes, que no ha sido procesada judicialmente y que por tanto no tiene por qué dimitir supone pretender validar políticamente una conducta desviada de todo patrón ético de conducta en el ámbito de los asuntos públicos.
En un contexto de acentuado desapego social frente a la clase política y frente a una justicia politizada este tipo de desviaciones contribuyen al descrédito de ambas actividades, claves en un sistema democrático. En un plano y en otro es más necesario que nunca un fortalecimiento del compromiso cívico en defensa de la justicia imparcial y de lo público que pueda servir para regenerar el clima de la política y de la justicia y rescatar así la confianza de los ciudadanos.
Si el marco constitucional fuese aplicado con objetividad no podría ocurrir lo que ha ocurrido: un juez que, como Llarena, no ha juzgado, no ha sentenciado todavía -y al que además no le corresponde hacerlo- no puede interferir en las decisiones parlamentarias. De la misma forma, un Parlamento no puede interferir sobre las decisiones que tenga atribuidas un juez. Hay que recordar algo importante: los diputados están exentos de toda responsabilidad penal por las opiniones vertidas en un debate parlamentario, porque se ha querido que así sea, para que en su actividad parlamentaria los representantes electos del pueblo digan y voten con absoluta libertad lo que quieran. ¿Qué razones jurídicas existen para no permitir que Jordi Sànchez se persone en la sesión de investidura? Ninguna, sencillamente ninguna.
Indigna esta injusticia, esta desviación del fin del Derecho y de la justicia al servicio de otros objetivos no previstos en la legalidad vigente. Indigna también, en la dimensión estrictamente política, la desfachatez de quien desde su condición de dirigente política pretende zanjar su desviación ética calibrando su capacidad para seguir en primera política sobre la única base de no haber sido acusada penalmente.
La nueva política que debe brotar tras la catarsis provocada por esta conjunción de crisis política y de valores debe basarse en la personalización, en la valoración de las propiedades personales de quienes practican la política. Una coherencia vital e ideológica entre su discurso y su actuación profesional y vital será más valorado socialmente que la brillantez o la épica de su discurso como político o gestor público. La ejemplaridad, la honestidad, su competencia personal y profesional y la confianza que despierte el político serán claves en términos de adhesión ciudadana a su proyecto político.
La ética y la conciencia privada son importantes, sin duda, pero nuestras legítimas exigencias democráticas superan la mera conciencia privada, son más amplias que el hecho de actuar dentro de los márgenes de lo jurídicamente irreprochable. El parámetro de valoración de la política y de los políticos no puede ser el código penal. Entre lo penalmente sancionable y el ámbito privado de conciencia debe alzarse también una ética pública. La ética marca los límites de la política, pero no sustituye a ésta.
Un gobierno ha de ser éticamente intachable, no puede haber un buen gobierno ni un buen político si no se respetan unos mínimos éticos, pero la ética sin más tampoco garantiza la buena política. Lograr el equilibrio entre el componente ético, el liderazgo, la gestión eficiente, la correcta jerarquización de actuaciones y actuar bajo principios de buen gobierno capaz de aglutinar consenso ciudadano dará como resultado un buen gestor de la cosa pública.
Y para todo ello, para la regeneración de la política, para creer y confiar de nuevo en la política y en los políticos necesitamos una conciencia ciudadana que conducta a la necesaria y previa regeneración institucional. ¿Y para recuperar la confianza en la justicia? para ello hace falta despolitizarla, no utilizarla -y por tanto, desvirtuarla- al servicio de objetivos políticos. Lo contrario es el fin de la justicia y la quiebra de confianza de la ciudadanía en la misma.