A quien le gusten las montañas rusas y, sobre todo, subirse a ellas con los ojos cerrados estará disfrutando como un niño pequeño con la acumulación de días históricos que se están viviendo en los últimos dos meses a cuenta de Catalunya. El de ayer, particularmente intenso y caótico. Arrancó el día con el convencimiento casi general de que el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, proclamaría la independencia unilateral, la célebre DUI, después de que el miércoles por la tarde desechara la oferta de acudir al Senado a defenderse del 155. “Está claro que Puigdemont tira para adelante y declara la república catalana”, decían los analistas.

Como en anteriores visitas a este parque de atracciones, la montaña rusa catalana cogía velocidad y amenazaba con estrellarse en la siguiente curva. Cuando todos los pasajeros esperaban el accidente inevitable, a media mañana se informaba por sorpresa de que Puigdemont había decidido convocar elecciones en un último intento de esquivar el choque de trenes. “Buena noticia”, “Puigdemont nos ha escuchado”, “ya no tiene sentido el 155” se felicitaban algunos mientras la decepción y el enfado cudían en las filas independentistas, donde comenzó a escucharse los gritos de “traidor” y “vendido” al presidente catalán. Gabriel Rufián, raudo en Twitter, no dudaba en comparar a Puigdemont con Judas al vender Catalunya por “155 monedas de plata”. Varios cargos del PDeCAT anunciaban su baja en el partido. ERC dejaba caer su distancia con la decisión. El independentismo se resquebrajaba.

Puigdemont convocó a la prensa a las 13.30 horas para anunciar teóricamente la convocatoria electoral. Se da incluso la fecha, el 20 de diciembre. Un miércoles. Llegan las 13.30 giras, las radios y televisiones en directo, la respiración contenida, y Puigdemont no aparece. Otra vez los nervios, los sudores fríos, la incertidumbre, el bochorno. La vagoneta de esa montaña rusa de la crisis catalana que empieza de nuevo a coger velocidad hacia un destino desconocido. Se retrasa la convocatoria a las 14.30 horas y después a las tres y media. Se masca el volantazo. Otra vez.

Carreras y reuniones en el Parlament, en Barcelona, y rostros largos en el Senado, en Madrid, donde avanzaba ya el trámite para aprobar la aplicación del artículo 155 de la Constitución en Catalunya. La Cámara Alta, siempre tan denostada, con la terrible responsabilidad de activar una medida tan dolorosa como inédita. Solo así se entiende el ambiente de funeral que se fue instalando en el Senado a la espera de la comparecencia de Puigdemont, ya sí, a las 17.00 horas, justo a la hora a la que lel Senado comenzaba a debatir en comisión el artículo 155. Nada casual. Si el 23 de febrero de 1981 fue la noche de los transistores, la tarde del 26 de octubre de 2017 fue también la de los transistores, la de los televisores en los pasillos del Senado, la de las miradas de reojo al móvil y a la plaza de Sant Jaume.

Mientras en el Senado la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, defendía la propuesta del Ejecutivo con un hilo de voz por una fuerte afonía, Puigdemont confirmaba el descarte de la convocatoria de eleccioneso. Tampoco proclamaba la DUI, de momento. Le dejaba al Parlament la responsabilidad de cumplir el “mandato” del 1 de octubre. La montaña rusa catalana sigue rodando.