De nada le ha valido al president Puigdemont aceptar el bochorno de reiterar la no declaración de independencia, que era lo que le exigía Rajoy para no entrar a saco en Catalunya. Estaba más que decidida la aplicación del artículo 155, aunque la verdad es que no se esperaba una venganza tan despiadada. A decir verdad, esos miles de policías y guardias civiles agazapados en el Piolín y en los cuarteles más improvisados hacían sospechar que se preparaban para nuevos menesteres represores.

El temido choque de trenes ha llegado, a expensas de que el Senado apruebe -que la aprobarán- la barbaridad que decidió ayer el Consejo de Ministros en su prepotencia de chulo de barrio. Carles Puigdemont, Oriol Junqueras y todos los consellers serán cesados y sus funciones serán ejercidas “por los órganos y autoridades que cree a tal efecto el Gobierno”. Rajoy ha querido demostrar que la tiene más larga, y que Catalunya debe ser gobernada por españoles y sólo por españoles.

Este disparate, esta insensatez cuyas consecuencias pueden ser sobrecogedoras para una sociedad madura, europea, civilizada, como la catalana, que ya venía avasallada de sobresalto en sobresalto, en una especie de folletín por capítulos, con el agravante de que cada uno de ellos parecía ser el decisivo pero sin serlo. Llevamos un mes sin acabar de entender si estábamos ante un apocalipsis político, o una galopante crisis de Estado, o un desesperante juego de trileros. Las noticias convulsas se han venido sucediendo desde aquel que ya parece tan lejano 1 de octubre, ése que parecía iba a ser el Día D propiamente dicho. Pero no. Desde entonces hemos contado unos cuantos días D, demasiados como para sospechar que el tema no iba a tener arreglo y que, si alguien decía que lo arreglaba, sería para mal.

Sería frívolo ignorar que la evolución del procès supone uno de los episodios más graves que han acontecido en el Estado español desde la recuperación de la democracia -un decir-, pero la bajísima calidad con la que se ha afrontado el debate político, el aparatoso contraste entre la inconsistencia argumental de unos y la firmeza audaz de otros y, sobre todo, el abrumador partidismo de la brunete mediática, han logrado que el conflicto de Catalunya haya alcanzado el nivel de conversación de bar, mayormente escorado hacia el escarmiento del independentismo catalán y, ya puestos, de todos los independentismos.

Aunque aún no está claro que haya llegado el verdadero Día D, ya sabemos, eso sí, en qué va a consistir la aplicación del artículo 155, esa pedrada filosofal que España arroja sobre Catalunya. “No se suspende la autonomía”, vocean los voceros, pero además de cesar a un Govern votado por la mayoría del pueblo catalán, el Parlament ni podrá nombrar otro president ni otro ejecutivo, ni tomar ninguna decisión que vaya contra el 155. “Sí podrá, por ejemplo, legislar sobre montes o sobre las carreteras catalanas”, otorgó casi con cachondeo la vicepresidenta española, Soraya Saenz de Santamaría. La autoridad, española, por supuesto, supervisará las proposiciones de los parlamentarios catalanes. Habrá un virrey español, unos ministros españoles, unos directivos de TV3 españoles -¿Urdaci, tal vez?-, unos Mossos d’Esquadra con tricornio cuadrándose ante una oficialidad española, y una administración en manos de administradores españoles. Ah, y para dejarlo todo atado y bien atado, será Mariano Rajoy, presidente español, quien convoque elecciones en un plazo máximo de seis meses.

Pues resulta que un país así, por más leyes, papeles y ordenanzas que se quiera, un país así ya no será Catalunya. Sólo podremos reconocerla si a partir de ya se responde un una cacerolada en sesión continua, o las calles ocupadas por la resistencia civil, o una inundación de esteladas, o Els Segadors como banda sonora permanente. Las medidas anunciadas por el Consejo de Ministros, nadie lo dude, serán aplaudidas con las orejas por la brunete mediática y avaladas por un Albert Rivera que aún hubiera deseado más coces, y un Pedro Sánchez acojonado que aún mantiene la esperanza de ocupar asiento junto a Rajoy a la hora de repartirse el botín.

Ante semejante atropello, ante semejante desprecio a la voluntad mayoritaria de la sociedad catalana expresada en las urnas, ante un golpe de Estado tan prepotente, tan “a la española”, la va a caer la del pulpo al soberanismo catalán. A no ser que Puigdemont se apresure a suspender la suspensión de la DUI, proclame por fin la República de Catalunya caiga quien caiga, y convoque él, y no España, las elecciones catalanas.