el miedo al abismo recorre ahora el cuerpo político de Rajoy, Puigdemont y la Unión Europea (UE). Supone la consecuencia política del miedo a lo desconocido, de ese vértigo que asoma inexorable a medida que toma cuerpo la cerrazón y el desprecio al diálogo. Es, también, la penitencia al desafío y la prepotencia que han embarrado un escenario de alto voltaje emocional. Todo ello en medio de un clima desbocado a cada minuto y a cada carta que pasa por la peligrosa coexistencia de dos legalidades capaces de fagocitar desde frentes irreconciliables cualquier mínimo intento de aproximación como puede ser hasta una más que previsible convocatoria de elecciones. Solo hay coincidencia generalizada en el presagio más inquietante: todo puede empeorar mucho más todavía. La aventurada Declaración Unilateral de Independencia (DUI) por parte del president y la desaventurada aplicación del artículo 155 de la Constitución desde la otra trinchera avivarían la hoguera hasta límites insospechados, sobre todo por sus imprevisibles impactos y el alcance de sus reacciones. Nadie es ajeno a la onda expansiva de estas dos alternativas tan tremendistas. De hecho, una comprensible sensación de ansiedad invade la voluntad de Puigdemont y Rajoy y de sus círculos inmediatos de mayor in?uencia mientras la UE inicia la cuenta atrás antes de intervenir en un con?icto que le empieza a salpicar de manera inquietante. La temeridad parece adueñarse de la partida de ajedrez entre el soberanismo catalán y la unidad española. El ignoto entramado del 155 causa escalofríos como ocurre con toda aventura hacia lo desconocido porque dinamitaría la esencia fundamental del autogobierno. La proclamación de la independencia, a su vez, no despejaría el camino de la ansiada República de Catalunya porque tiene garantizada al nacer un desafecto internacional que reduciría el proyecto a un descorazonador desencanto social. ¿No hay otra solución? Claro, el uso de la palabra y la voluntad de entenderse sin apriorismos. Toda una ensoñación, sin duda, en los tiempos que corren y difícil de imaginar precisamente en un sábado como el de hoy, que volverá a ser considerado en las calles de Barcelona y en la mesa del Consejo de Ministros como otro día histórico similar al 20-S o al 1-O. Pero tendrá que llegar ese momento en el que los efectos desgarradores de este grave con?icto territorial, social y económico alcanzarán tan magnitud que el armisticio se impondrá como mal menor, posiblemente alentado desde una Europa que huye del efecto mimético como gato escaldado.

La agitación emocional es la peor consejera para la sensatez. Así podría explicarse más fácilmente que el procés vaya a adentrarse por la senda de los efectos irreparables. Es una insensatez para la convivencia política de hoy y mañana entre la mayoría de Catalunya y el Estado español que se aplique el artículo 155 siquiera en su lado menos agresivo. Tampoco es menos sensata -pero, sin duda, menos traumática- proclamar simplemente como revancha la independencia para acogerse un segundo después a una previsible convocatoria de elecciones más allá de su condición de constituyentes. La razón nunca se ha entendido con el corazón y mucho menos con el efecto irracional de las vísceras que distorsionan desde ambos bandos un debate que se ha escapado hace demasiado tiempo de la imprescindible racionalidad. Mientras la emotividad se superpone desgraciadamente a la cordura, la existencia de dos legalidades acrecienta el riesgo del acuerdo imposible. La desconexión jurídica parece haberse instalado en la ecuación para complicar su resultado a modo de situaciones patéticas. No sería descabellado imaginarse que la Generalitat y el Gobierno español formularan en breve plazo sus respectivas convocatorias de elecciones en Catalunya. El desideratum del caos. Se asistiría a una llamada a las urnas desde altavoces bien diferentes y con intenciones bien distintas. Desgraciadamente retrataría el uso pernicioso del elemento democrático más preciado, pero quizá el deterioro de la situación ha llegado tan lejos que apenas sería entendido como un mal menor. Una salida más que decorosa después de tan alto precio pagado. Un desenlace por el que sueñan las autoridades europeas para taponar como fuera y sobre todo cuanto antes este riesgo de sangría que les acecha precisamente en el seno de un estado miembro que siempre ha cumplido sin protestar con las duras exigencias de los deberes que se le venían encomendando. Vaya, que también sienten el vértigo.