Las últimas elecciones al Parlamento de Cataluña arrojaron un resultado envenenado: mayoría de escaños para las fuerzas independentistas, pero con menos de la mitad de los votos emitidos. En contra de lo que la prudencia aconsejaba, esa insuficiencia no ha sido óbice para que las instituciones catalanas hayan huido hacia delante, hasta llegar a las infaustas sesiones parlamentarias del 6 y 7 de septiembre y la posterior celebración de un referéndum sin las debidas garantías.
El Gobierno español, por su parte, ha ignorado que en Cataluña una amplia mayoría -muchos más que la mitad- quiere ser consultada acerca de su futuro. No quiere ver que si cerca de la mitad de votantes opta por apoyar con su voto medidas ilegales, no se encuentra ante un mero problema de orden público. Y tras circunscribir su respuesta a resoluciones judiciales y, a última hora, a actuaciones policiales, ha llegado a poner en evidencia al propio Estado, por su incapacidad para cumplir su cometido.
Los independentistas no tienen derecho a hablar en nombre del pueblo catalán para justificar sus actuaciones porque tan pueblo catalán es la mitad que no les apoya como la que les apoya. Tampoco pueden justificar el atropello parlamentario de los días 6 y 7 de septiembre por la actuación del Gobierno español negándose a facilitar una solución negociada al problema de la consulta; una actuación injusta del otro no justifica la injusticia cometida por uno mismo.
Quienes critican la celebración del referéndum por la ausencia de garantías no deberían olvidar que el Gobierno de España ha impedido una consulta que cumpliese las condiciones exigibles. Es más, ese referéndum cuántico -se ha producido y no se ha producido, a la vez- movilizó a centenares de miles de personas. Pero igualmente hay que decir que una consulta realizada sin las garantías democráticas básicas no autoriza a considerar válido el resultado, y menos aún a los efectos de algo de tanto alcance como una declaración de independencia.
La distribución de vídeos en que se jaleaba con cánticos obscenos a guardias civiles y policías cuando partían hacia Cataluña indica que había interés por parte de las instancias oficiales en “caldear el ambiente antes del partido”. Las actuaciones policiales de la mañana del uno de octubre, el elevado número de personas heridas y la manifiesta insuficiencia del despliegue policial para evitar el referéndum, hacen sospechar que tal despliegue no perseguía lo que se declaraba, sino mostrar una contundencia que pudiera servir de aviso a navegantes y anticipar futuras actuaciones en la misma línea. Tras el domingo se multiplicaron las voces en demanda de algo parecido a una tregua. Ese era el sentido, por ejemplo, del último punto de la declaración de la Comisión Europea del lunes pasado. Pero el discurso del rey parece pensado para dar cobertura a una próxima declaración del Estado de excepción o medidas equivalentes, y quizás para prepararnos para ellas.
A falta de conocer la resolución que adopte el Parlamento de Cataluña la próxima semana, todo indica que las dos partes han decidido llegar hasta el final, sea tal final el que sea. Los independentistas han optado por “exhibir las vergüenzas” del Estado español con su recurso a la violencia, de la que hará uso sin complejos en la medida en que lo considere necesario. El Gobierno de Cataluña confía en concitar el apoyo de la opinión pública europea de esa forma, además de conducir al Estado a una crisis que dificulte o impida respuestas efectivas. Y el Gobierno de España parece haber decidido que, a las malas, el Estado tiene todas las de ganar.
En teoría de juegos hay un dilema diabólico; se plantea en el juego del gallina. Dos jugadores confrontan su valor lanzándose en sus respectivos automóviles a toda velocidad uno contra el otro o hacia un precipicio (recuerden la escena de la película Rebelde sin causa); pierde el primero en modificar la trayectoria de choque o abandonar el vehículo en marcha. ¡Cómo me gustaría estar equivocado!