Cuando lean estas líneas en Catalunya está en marcha un referéndum que nunca se iba a celebrar. Es verdad que todos los obstáculos imposibilitarán saber a ciencia cierta qué opina la sociedad catalana sobre la pregunta, pero habrá que convenir que esto no es achacable a quienes deseaban preguntar sino a quienes han impedido que se pregunte en condiciones.

Si la Guardia Civil se ha instalado en el centro informático de la Generalitat para impedir la transmisión de datos, es que el Gobierno español acaba de admitir su primera derrota: alguien ha votado y se trata de que no se pueda ni siquiera contar. Pero sobre todo, está demostrando que aún no ha dado con la tecla para abordar un problema político muy complejo. No es tan sencillo como independencia sí o no, aunque eso sea lo que refleje la papeleta, sino cómo se logra conjugar la democracia sin la fractura social.

El Gobierno español ha ido quedándose con la espuma de un enorme flujo político en el seno de la sociedad catalana, pensando evitando que desborde el vaso tiene todo bajo control. Así, ha ido a lo sencillo: una Físcalía General del Estado que abochorna por sumisa, maniobras judiciales en la oscuridad, un despliegue policial exagerado y ridículo hasta en lo estético y un Centro Nacional de Inteligencia cuyas interpretaciones de la realidad catalana están más pensadas para agradar los oídos del destinatario que para tomar decisiones racionales. “Les fallan las antenas”, me cuenta un profesor universitario asombrado por el desconocimiento del que hace gala la clase política española de lo que sucede en Catalunya.

Esta vez mi particular “test” del taxista me ha dado una buena pista. David, padre toledana y madre conquense, “vamos, castellano de pura cepa para que no quede duda” saluda con su bocina a la tractorada que complica el tráfico en Paseo de Gracia. Él, como Artur Mas, no era independentista hasta hace poco. De hecho hasta hace una semana no pensaba participar en el referéndum “pero me ha convencido Susana Díaz, no los de la Generalitat”. Pido explicaciones: “¿No dijo que estaba preocupada porque sin nuestra contribución no le llega para sus gastos? Pues está claro, paga sus subsidios con nuestros impuestos, con mis horas de taxi”.

He escuchado esta línea argumental a ciudadanos, catalanistas o no, de izquierda y derecha y de estratos económicos y sociales muy diversos. Si a esa razón, se le suma la del catalanismo tradicional que se siente mal tratado tras el fallido proceso estatutario, aprobado, cepillado, votado y vuelto a mutilar, no es difícil entender que un cuerpo central de la sociedad catalana se ha desplazado de la comodidad del autonomismo a la inseguridad del independentismo. Ese es el flujo y lo demás Piolín y lo que significa, es la espuma.