En 1939, en los campos de concentración franceses de Gurs y Argeles-Sur-Mer, las personas allí hacinadas cambiaron la letra a un tango de Gardel. Gritaban al cielo abierto molestos y con todas las palabras: “Vientos, chabolas incompletas, ladrones de maletas, arena y mal olor, mierda por todos los rincones, sarna hasta en los cojones, fiebre y dolor”. Así lo confirma a DNA Luis Ortiz Alfau, uno de los últimos moradores que poblaron aquella llanura hoy camuflada de árboles y ubicada a 234 kilómetros de su Bilbao natal. Él también la aireó.

Gurs vivió y sufrió dos épocas. En la primera fue conocido como el Campo de los vascos, es decir, un almacén improvisado de humanos al que arribaron alrededor de 6.000 ciudadanos de Hegoalde. Los que pudieron, salieron de allí y se enrolaron en viajes al exilio en países de América. Poco después, se transformó en un campo de concentración en toda regla, sobre todo con la llegada masiva de judíos tras la ocupación de Francia por el imperialismo visceral del suicida Hitler.

Es decir, el primer objetivo solidario fue albergar en él a combatientes republicanos de la Guerra Civil. No era el único, ya que ese mismo año el Gobierno francés había levantado varios campos para acoger a más de 250.000 personas refugiadas provenientes del Estado español. Las autoridades galas aceptaron la petición del Ejecutivo vasco en el exilio de acoger en la minúscula localidad de Bearn a sus protegidos.

Ya comenzada la Segunda Guerra Mundial, en 1940 registraron a aquellas personas que huían del Tercer Reich y a los que tristemente denominaron “indeseables”. “En mi caso -diferencia Ortiz Alfau- tengo que estar agradecido tanto al Gobierno Vasco de entonces como al de ahora. Hace casi 80 años se preocuparon por nosotros y ahora, por ejemplo en el homenaje al que iré, el Instituto de la Memoria, la Convivencia y los Derechos Humanos, Gogora, nos tiene en cuenta. En el País Vasco no se olvidan de la memoria histórica, mientras que el Gobierno español no quiere ni hablar de ella”, enfatiza este exsoldado del batallón Capitán Casero de Izquierda Republicana que el 13 de octubre cumplirá 101 años.

De los doscientos vascos que quedaban en el campo tras el paso de Alfau, en la peor época del vallado se pasó a 800. En sus garras cayeron los cenetistas de Alonsotegi, Marcelino Bilbao -quien sufriría inoculaciones de benceno en el corazón por parte del Doctor Muerte durante semanas en Mauthausen- y su compañero José Jausoro, así como el también ácrata Félix Padín. “El anarquista Padín fue uno de los últimos con el que iba a Gurs”, evoca el bilbaíno a este diario. También habían permanecido en el campo de las cuatro letras el secretario del lehendakari Leizaola, José María Aspiazu, gudari del batallón Otxandiano; el durangués de ANV Juan Gorosarri; el último delegado del Gobierno de Euzkadi en el exilio en Venezuela, Fernando Carranza; o Regino Sorozabal, quien organizó un orfeón vasco llamado Lauaxeta.

Luis respira: “El orfeón era muy bueno. Yo no puedo decir más que Gurs fue un descanso después de andar recogiendo muertos en la bombardeada Gernika, de ver Artxanda y su casino destrozado, el temor a los aviones... Los de Oloron-Sainte-Marie nos trataron muy bien. Nos llevaban cosas que les pedíamos escritas”.

Este sábado día 30 estará presente con los gobiernos de la CAV y Navarra en un acto de homenaje a las víctimas de aquel trágico enclave a pesar de haber sufrido de forma reciente una gripe que le atacó al corazón. “Tengo aún algunas arritmias, pero quiero estar allí. Ya lo he hecho en siete u ocho ocasiones. Soy el último vasco vivo; españoles quedarán algunos más”, valora quien consiguió -cuenta- siete mil euros del Gobierno de Patxi López “para señalizar el camino en las cercanías de Gurs. Quedó muy bien. Fue gracias a Idoia Mendia y también a Iñaki Azkuna”, detalla quien hace tan solo seis años se presentó en las listas del PSE a las elecciones del Ayuntamiento de Bilbao.

Lápidas El próximo sábado, siguiendo esos letreros, volverán a ver la barraca de la enfermera suiza Elisabeth Kasser, que atendió a los menores. También un barracón que volvieron a resucitar hace dos años, y además las autoridades se toparán de frente con los pilares de hormigón que dividían el campo, así como con las lápidas de republicanos y judíos.

Aquel paraje llegó a albergar a 60.000 personas -6.500 fueron vascas- procedentes de 52 países. Entre agosto de 1942 y febrero de 1943, seis convoyes transportaron a 3.907 de esas personas al campo de concentración de Auschwitz.

En 1950 cerraron el campo. Sobre sus ochenta hectáreas se plantaron árboles para aportar oxígeno a la vergüenza histórica que supuso para un pueblo que ronda los trescientos habitantes. “El campo se construyó en 42 días y nos ubicaban en islotes que se identificaban por las letras del abecedario. Los vascos éramos la D. La D, porque la A, B y C eran de las oficinas, los almacenes... A nosotros, a los de la primera época, no nos llamaban prisioneros”, expone Alfau. A día de hoy, Gurs vive sin casi vestigios de la tragedia ni de los corazones que lo sobrevivieron. “Yo, allí pienso estar”, se reafirma.