mariano Rajoy surca los vendavales sin despeinarse. Solo necesita tiempo para superar el mal fario, para deshacerse de sus rivales. Por eso siempre rehuye el cuerpo a cuerpo, por eso calla y no se desgasta. Quizá así se explique que, refugiado en una minoría parlamentaria, acorralado por las pestilentes sacudidas de la corrupción en su partido, azuzado por una oposición ávida de sangre política y señalado por su malquerencia a la regeneración democrática, disponga de la pericia suficiente para aprobar en un mes el Presupuesto de un ejercicio y el techo de gasto del siguiente. Ya sin habano en la boca, delante del Tour cada tarde y cabreado profundamente por su incómoda declaración del 26 de julio, el presidente del Gobierno español se ríe en silencio, y con razón, de sus agoreros.
Sabe que las lógicas embestidas de Pedro Sánchez serán fuegos de artificio y las invocaciones al bloque de izquierdas morirán en la orilla en cada intento. Por tanto, solo le queda el desafío de Catalunya. Y ahí, siempre con el patético recurso de la ley en la mano y sin apelar a la supresión de la autonomía, renunciará a mojarse: cree que le bastará con esperar a que el Govern siga carcomiendo la esencia de sus reivindicaciones con proclamas que muchos juristas entienden propias de repúblicas bananeras.
Mientras, Rajoy disfruta del bastión esencial para todo gobernante: los Presupuestos. Lo hace, además, abriendo de paso una vía de agua en casa ajena. La abstención del socialista presidente extremeño Guillermo Fernández Vara en la previsión de déficit de España para 2018, que se desmarca del voto en contra defendido por Pedro Sánchez como arma arrojadiza contra la previsión del gasto del PP, despunta un ejercicio de sensatez que no pasa desapercibido. El cumplimiento del déficit se le atraganta a Extremadura año tras año. Por eso, cuando su presidente ve cómo el denostado ministro Cristóbal Montoro abre la mano siquiera una décima, se le hace imposible secundar por vergüenza responsable el rechazo que preconiza su secretario general. Esta diferencia de criterio no debería entenderse como la enésima rebelión contra el líder del PSOE, sino simplemente supone la consecuencia de un ejercicio de ecuanimidad poco habitual entre partidos rivales.
Rajoy vuelve a ganar sin esforzarse un partido de alto voltaje. Al hacerlo, siempre entre ruidos por su propensión al recorte social, se asegura la tranquilidad prácticamente hasta el final de la legislatura, o simplemente hasta cuando él mismo quiera poner la línea de meta. Se dispone a culminar la aprobación del techo de gasto de 2018 en un abrir y cerrar de ojos con esos nuevos guiños a Ciudadanos y PNV que irritan sobremanera a una izquierda incapaz de aglutinar fuerzas desde sus propias incongruencias. Por todo ello, el presidente ni se inmuta cuando le acosan con los latiguillos de la corrupción, le recuerdan su próxima comparecencia judicial o las reprobaciones de ministros. Es entonces cuando luce orgulloso las previsiones de crecimiento, las previsibles cifras históricas de un verano que se antoja desbordante en recaudación y turistas o el anuncio de 20.400 plazas de empleo público. Quizá porque sabe que, en el fondo, la principal preocupación de los votantes sigue siendo el bolsillo.
Catalunya es otra cosa. Ahí se le tuerce el gesto a Rajoy. Sabe en su fuero interno que el incansable desafío soberanista entraña toda una bomba de relojería aunque lo disimula diciendo a quien le quiere escuchar que lo tiene todo controlado, que jamás se celebrará un referéndum ilegal, que nunca habrá tan temida desconexión. Hasta puede tener razón y acertar el desenlace del próximo 1-O al igual que lo piensan consejeros de Puigdemont y el 95% de juristas catalanes incluidos. Pero ahí no se acabará la pelea y él lo sabe. El PP huye del debate político porque desde la atalaya protegida del amparo constitucional entiende lamentablemente el procés como un pasajero sarampión identitario que se acabará curando con el tiempo. Tan peligroso error cortocircuita el imprescindible diálogo entre diferentes. Bien es verdad que resoluciones tan inquietantes en democracia como las adoptadas en los últimos días por un Govern demasiado nervioso no son la mejor garantía para que impere la sensatez. Más allá de la sumisión vergonzante al radicalismo de una CUP residual para cesar a un consejero o de intolerables maniobras con el censo y la voluntad mayoritaria, debería imperar la cordura para evitar este absurdo choque de trenes. Pero la sensatez, desgraciadamente, no está en ninguno de los dos maquinistas.