La moción de censura no es ninguna “payasada”, ni un “circo”, ni un “show”, por recoger algunas de las expresiones con las que el portavoz del Partido Popular, Rafael Hernando, ha venido calificando la propuesta registrada por Podemos para que sea debatida esta semana en el Congreso de los Diputados. Por muy suelto, y a veces grosero, que sea el verbo de Hernando debería rebajar el tono. Al menos al mismo nivel al que el PP piensa rebajar el debate eludiendo que Mariano Rajoy sea quien responda directamente a Pablo Iglesias. Es una iniciativa legítima que cumple con todos los requisitos que marca el reglamento y por lo tanto debe ser respetada, lo que no evita el resto de críticas sobre su oportunidad. Y sí, es inoportuna.
De momento, el único argumento que ha empleado Pablo Iglesias para presentarse como recambio de Mariano Rajoy es que el segundo está rodeado de casos de corrupción. Pero en la legislación española, no vale solo provocar la caída del que gobierna sino articular alrededor del aspirante un programa de Gobierno que cuente con el respaldo mayoritario de la cámara. Y ahí, la moción de censura no es que flojee, es que ni es posible ni parece que Iglesias esté en disposición de intentarlo.
Desde que Podemos anunció, de manera solemne como nos tiene acostumbrados Iglesias desde que saltó a la política, que su grupo presentaría la moción todo ha sido una suma de circunstancias abocadas a convertir en imposible el resultado que se supone que busca una moción de censura. Para empezar, el modo. Otra vez, Iglesias se erige en el eje sobre el que las demás fuerzas políticas avisadas minutos antes tienen que seguir el guión que él marca. Ni sus socios de Compromís le siguieron el juego. Como queriéndose quitar importancia, dice que lo de menos es el nombre del candidato, pero será finalmente él quien se proponga. Y cuando el resto le reprocha sus maneras de hacer, Iglesias les responsabiliza de seguir sosteniendo al Gobierno del PP. No cuela.
Lo que Pablo Iglesias persigue, de manera legítima pero equivocada, es alzarse como la voz nítida de la oposición y escogió este momento errando en el cálculo sobre lo que podía pasar en las elecciones primarias del PSOE. Ese parece que el verdadero objetivo, ganar espacio ante un Partido Socialista que atravesaba (aún lo hace hasta que se organicen) momentos de desconcierto. Lo de Rajoy es una excusa bien traída, pero excusa al fin y al cabo.
Iglesias ha hecho una apuesta que ya hicieron con anterioridad Felipe González y Antonio Hernández Mancha en la década de los 80 y que, en ambos casos, perseguían el mismo objetivo: ganar protagonismo para la siguiente cita con las urnas. El socialista lo logró a pesar de perder la moción y su enfrentamiento con el entonces presidente del Gobierno Adolfo Suárez le convirtió en un candidato creíble que dos años más tarde lograría la mayoría absoluta. Pero en el caso del líder de Alianza Popular, que no tenía acta de diputado y quería darse a conocer, aquel duelo con González supuso directamente su tumba política. Veremos qué tal le sale a Iglesias.