portugalete - Félix Peña Mazagatos era un txikitero de pro. Trabajador de La Naval, como tantos en la Margen Izquierda, y afilado a Comisiones Obreras (CCOO), era un comunista de corazón grande en un cuerpo muy delgado y muy frágil que había sobrevivido a la posguerra, a los oscuros años del hambre, en el Portugalete rural de finales de los 30 y principios de los 40. Aquella noche del 25 de abril de 1987, sábado, apuró su vino junto a un amigo, acodados en la barra de la Casa del Pueblo de la villa jarrillera, a menos de 300 metros de su casa, y salían ya del local justo en el momento en que entraba otro integrante de la cuadrilla. Félix, soltero y sin compromisos, no perdonaba una espuela, así que volvieron a entrar. Pocos minutos después se desató el infierno.
Jóvenes encapuchados lanzaron seis cócteles molotov al interior de la sede socialista que, como describió un testigo, se convirtió “en la boca de un dragón”. El fuego se extendió a gran velocidad y varias de la veintena de personas que se encontraban en el local se transformaron en antorchas humanas. Abrasadas vivas. Félix Peña fue uno de los que se llevaron la peor parte, junto a Maite Torrano.
“Yo vivía con mi hija Cristina, que tenía 18 años. Cuando llegó a casa estaba muy nerviosa, me dijo que había pasado justo por la Casa del Pueblo y había habido un atentado. Contó que habían sacado a un hombre todo quemado, eso se me ha quedado muy grabado. Estaba cenando y repetía ay, ama, cómo ardía. Y a la mañana siguiente... Alguien me llamó”. Begoña Peña, hermana de Félix, rememora a retazos aquellos dramáticos días, ayudada por su hija Raquel y por Paquita González, amiga de la familia de toda la vida, que le recuerda que fue ella quien la llamó.
“Era pronto y vino mi marido Enrique con el periódico y me dice: en Portugalete no hay otro Félix Peña, es él, el del atentado, el quemado. Y te llamé”. El fatal presagio de quien había sido amigo, casi hermano, y compañero de correrías desde niños era cierto, pero Begoña aún no sabía nada. Fue poco después cuando recibió la llamada de su otra hermana, Petri, a cuya casa solía ir Félix a comer. “A partir de ahí fue un sinvivir”, relata.
“Estaba irreconocible, no tenía cara ni nada. Lo debió reconocer su amigo Paco por un trozo de la camisa, por eso supo que era él”, cuenta Begoña. Félix, con más de la mitad de su cuerpo con grandes quemaduras, se fue consumiendo en el Hospital de Cruces durante once largos días.
“Un día fue Enrique a verle. Vino y estaba yo poniéndole una vela a Santa Rita, por él. Y me dijo: ¿qué es, para Félix? Pues dile que él quiere morirse. Me dijo: ¿sabes lo que dice? Dejadme morir, dejadme morir. Estaba como una momia, pobre”.
Todos recuerdan a Félix Peña como una buena persona, incapaz de hacer daño a nadie. Con 55 años cumplidos justo un mes antes, estaba en negociaciones para prejubilarse. “No se metía con nadie, ni era de polémicas”, cuentan su hermana y su sobrina. “De vez en cuando se ponía y gritaba ¡Gora Euskadi askatuta!, en aquella época...” , recuerda Begoña. “Se dijo que era militante del PSOE y de UGT, pero no, era comunista. Estaba en la Casa del Pueblo como podía estar en cualquier bar. Le daba igual dónde y con quién. Mi tío fue un daño colateral”, dice Raquel.
El recordatorio de Félix Peña contiene un trozo del poema La poesía es un arma cargada de futuro, de Gabriel Celaya: ...Porque vivimos a golpes, porque apenas sí nos dejan decir que somos quien somos, nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno. Estamos tocando el fondo”. Memoria de tiempos en los que Euskadi tocó fondo. - E.S.