De la socialización del sufrimiento de ETA a socializar su derrota. Un tránsito humanamente devastador desde aquella cruel profecía alentada por muchas voces que ahora mismo pueden ser localizados sin dificultad en la actual izquierda abertzale del formalismo democrático hasta llegar a una rendición tardía sin botín alguno. Todo un interminable recorrido por la sinrazón y el dolor jalonados malévolamente por espejismos políticos que ahora se diluyen en una claudicante entrega del armamento y sin que el enemigo haya pestañeado siquiera un instante como muestra de su absoluta indiferencia. Qué error, qué inmenso error, pero a qué precio tan caro.

Cuando ya se otea la disolución de ETA por el horizonte más inmediato de la lógica aparece apremiante la tentación de esbozar el futuro definitivo de la paz y de la convivencia. Debería hacerse un esfuerzo colectivo para controlar la ansiedad. No resulta una buena señal que quienes hasta hace muy poco aún entendían el terrorismo como una tabla de salvación para aplicar su modelo de pueblo por la razón de la fuerza enumeren ahora las prioridades democráticas. Les falta la prueba del algodón de la credibilidad, esa misma que con creces durante horas, días y años tan descarnados superó la mayoría de la sociedad vasca tras hacerlo demasiado tiempo en silencio y luego ya sin complejos y a cara descubierta. No pueden colarse de rondón en medio de esa multitud que se siente confortada por derecho propio después de tanto tiempo clamando en el desierto de que la violencia nunca ampara ni justifica reivindicación alguna. Ni mucho menos imponer la escaleta del cumplimiento de sus exigencias.

Pero fundamentalmente el desahucio de ETA abre esa esperanzadora etapa tanto tiempo soñada por la gente de bien que debe emprenderse desde el convencimiento y sin la búsqueda ramplona de réditos políticos. La izquierda abertzale no puede alterar el orden de los factores, tampoco la banda desarmada desoír por más tiempo los requisitos legales de la reglamentación penitenciaria para ayudar a sus presos, ni siquiera el Gobierno español ampararse en recovecos espurios para negar la evidencia y así regatear concesiones humanitarias y democráticas. Es imprescindible acuñar sólidamente desde la fuerza de la razón la llegada de un nuevo tiempo que da por amortizada la excepcionalidad de las leyes justamente impuesta durante décadas de tiros en la nuca y coches-bomba. Sobre esa base debe acomodarse el fin de la dispersión y, de manera urgente, el grado carcelario de los presos enfermos.

Es plausible que la desaparición de ETA facilitaría la catarsis al actual inmovilismo. Incluso al empeño para que se escriba este necesario guion podría contribuir la autoridad legítima de que dispone la credibilidad apartidista del lehendakari Urkullu, incluso fuera de Euskadi. Pero al obligarse que no haya otra urgencia que el compromiso político y social para hacerlo realidad. Que responda al convencimiento de que así lo exige la apuesta por una auténtica convivencia con memoria sin que responda a contrapartida alguna. No se la han ganado.