La extorsión practicada por ETA a empresarios, directivos y profesionales vascos -el mal llamado impuesto revolucionario- ha tenido múltiples consecuencias de carácter personal y familiar, social, ético, económico y político. La amenaza directa a través de esas misivas del terror de las que habla el libro del Centro de Ética Aplicada de la Universidad de Deusto ha supuesto mucho sufrimiento para las víctimas -más de diez mil, según las estimaciones- y su entorno más cercano, una importante pérdida de dignidad en sectores sociales de Euskadi y graves perjuicios económicos públicos y privados.

Aunque, por supuesto, el mayor daño ha sido la pérdida de vidas humanas -muchos empresarios fueron asesinados por no pagar y como aviso ejemplarizante para los demás-, el sistema de extorsión produjo también una herida moral irreversible.

Aun así, fueron muchos los extorsionados que se negaron a pagar, incluso -contra lo que se cree- más de los que cedieron. El sufrimiento de unos y otros -todos víctimas, pagasen o no- merece el reconocimiento de toda la sociedad vasca. Y también la asunción de responsabilidades por parte de quienes practicaron la extorsión, la apoyaron o jalearon o se aprovecharon, de una u otra forma, de ella.

Una de las mayores expresiones de indignidad que vivimos en Euskadi fueron aquellas consignas gritadas o escritas del tipo “Aldaya ordaindu” o “Paga lo que debes”. Consignas públicas y que merecen, también, un reconocimiento público del daño que causaron.

Ahora -esta misma semana- estamos viendo las consecuencias de las prácticas presuntamente corruptas que utilizaban algunos partidos políticos para sus propios intereses. La extorsión de ETA era un sistema criminal corrupto que financió el terror y el asesinato y hubo un sector social que lo amparó y se benefició políticamente de ello. Un sector que ahora señala con el dedo lo que legítimamente considera violaciones de los derechos humanos pero calla o minimiza otras. Eso también es corrupción, doble corrupción.