esta semana hemos sabido de los imaginativos criterios que proponen los cuatro grandes partidos españoles como fórmula para evitar tener que repetir las elecciones. Miedo da que estando aún en la primera semana de campaña, estén pensando ya en una posible tercera ronda. Aunque bien mirado, quizás sea de agradecer la previsión. Y es que la preocupación de nuestros insignes dirigentes es lógica; justo es reconocerlo. Al fin y a la postre, la mayoría absoluta no está al alcance de ninguna opción y, a tenor de los augurios, tampoco parece que pueda haber acuerdo entre cualesquiera dos partidos que llegue a ser viable y, a la vez, permita alcanzar esa (supuestamente) necesaria mayoría. Además, la perspectiva de una tercera convocatoria electoral a corto plazo es aterradora. Congratulémonos, pues, de que los próceres patrios sean previsores y empiecen desde ahora a preocuparse de su propia resistencia física y psíquica. Aunque he de confesar que en lo que a un servidor toca, es la salud mental de los sufridos electores la que más preocupa.
El Partido Popular propone que gobierne la candidatura que más escaños consiga. Parece evidente que tan genial idea nada tiene que ver con que sea prácticamente seguro que los populares serán los que más escaños logren. Por su parte, el Partido Socialista, en un alarde de ingenio, creatividad y buenos sentimientos, ha propuesto que gobierne la coalición postelectoral que más escaños consiga sumar. Solo un malpensado creería que esa propuesta obedece a que ellos, en ningún caso, serán la primera fuerza parlamentaria; es más, es perfectamente posible que ni siquiera lleguen a ser la segunda: ¿se puede pedir prueba más genuina de la bondad de sus sentimientos? Unidos Podemos sugiere que gobierne la lista de izquierda que obtenga más escaños. La extrema izquierda socialdemócrata ha visto La Luz: lo que descartaron hace un par de meses lo abrazan ahora imbuidos de alegría. Por supuesto, la caída del caballo nada tiene que ver con su convencimiento de que serán ellos la primera fuerza de izquierda en el Parlamento; sólo los espíritus mezquinos pueden insinuar que su conversión no ha sido genuina. Y Ciudadanos, una vez más, lo vuelve a dejar muy claro: casi cualquier combinación que no incluya a la extrema socialdemocracia izquierdista -y se entiende que tampoco a los separatistas- les agradaría.
Vistas en su conjunto esas propuestas, uno se queda boquiabierto; no sabe cómo reaccionar ante un derroche tal de imaginación, generosidad y altura de miras. Dirigimos la vista al pasado más reciente, con cierta perspectiva, y no podemos menos que apreciar la inteligencia y flexibilidad de la que hace gala la clase dirigente española. Son la envidia del mundo, el faro que guía a la civilización occidental. ¡Qué injustos hemos sido con ellos los ciudadanos! ¡Cuánto nos ha costado reconocer los esfuerzos que, con denuedo, han hecho por sacar a España adelante! Son verdaderos, genuinos, líderes. No nos los merecemos.