En una carrera desbocada para sepultar de una vez para siempre el terrorismo en nuestro país, las miles de personas amenazadas salen mal paradas. Corren desgraciadamente el fundado riesgo de caer en el injusto olvido porque los aniversarios nunca son para ellos. Y son legión, tantos que se hace muy difícil contar de uno en uno porque es una tarea ingente. Incluso es posible que alguno -que los ha habido, sobre todo lejos de aquí- se cuele en la lista sin merecerlo.

Morir bajo la bomba o el tiro en la nuca, abominable por descorazonador en sí mismo, dinamita el derecho a la vida. Vivir bajo la gota malaya de la amenaza diaria erosiona la capacidad de fluir personalmente en libertad. Bajo estas dos estremecedoras coordenadas han transitado ciudadanos de Euskadi, durante décadas, desprovistos demasiadas veces de la mínima comprensión social -siempre tan hiriente- y, sobre todo, víctimas inocentes de la dictadura fanática del pensamiento único exterminador.

Hasta hace cuatro años, en las calles de nuestro entorno quien pensara distinto al dueño de la pistola era abatido, saltaba por los aires dentro de un coche, sufría el estigma de la amenaza para el resto de su existencia o arrastraba el amargo recuerdo de un interrogatorio vomitivo. En medio de tamaña hostilidad se ha desarrollado, sin embargo, un país con pujanza económica, una industria competitiva, un entorno atractivo, incluso apetecible para el bienestar social, y hasta se dispone de un envidiable compendio de libertades. Ahora bien, este mismo país, próspero porque se lo ha ganado, nunca se ha atrevido a someterse al examen de la conciencia social posiblemente porque nadie ha querido corre el riesgo de suspender.

Llega ahora el enésimo esfuerzo del Gobierno Vasco por revitalizar la memoria sobre las víctimas, que no solo únicamente son quienes están en los cementerios por culpa de la violencia. Representa el reconocimiento explícito a esa actualización de incontables pasajes hirientes que se han vivido bajo sensaciones tan opuestas como ideologías se cruzaban, en silencio eso sí, en las barras del bar. Pero también debería ser un zambombazo moral para ese granero social que al advertir la derrota de ETA decidieron estratégicamente secundar el tránsito de la socialización del sufrimiento hacia la orilla de la democracia y que durante mucho tiempo atrás fueron señalando impunemente con el dedo en aquellos años de plomo a decenas de convecinos en su pueblo, ensoberbecidos tal vez porque muchos otros miraban hacia abajo o, quizá peor, asentían en voz baja.

En este intrincado camino hacia la convivencia, que parece nunca llegar a su estación término en medio de demasiadas traviesas, surge la justa reparación de los amenazados. Que se haga con toda la exigencia moral que requiere haber sobrevivido a semejante desgaste emocional, que ha provocado enfermedades incurables, destrozos familiares, ruinas económicas y muertes en vida. Pero que se escrute con prudente diligencia porque la vigilancia de un escolta no siempre ha significado una amenaza real. Es una cuestión de rearme moral.