he de reconocer que en algún momento he pensado que la aparición de los nuevos partidos tendría efectos positivos sobre la política española. Creía que podrían constituir el revulsivo que la liberase de la argamasa de capitalismo castizo, corrupción, puertas giratorias, partidocracia, atonía parlamentaria e incultura esencial que la impregna. Estaba en un error. Al paso que vamos ninguno de esos vicios dejarán de afectarla y, lo que es peor, otros males, como tacticismo extremo, infantilismo, frivolidad y efectismo han empezado a aquejarla. España tiene muy graves problemas. La crisis -que acabará prolongándose durante, al menos, una década- ha causado un deterioro grave de las condiciones de vida y, lo que es casi peor, de las expectativas vitales de mucha gente. Durante 2015 el gobierno del Partido Popular trató de convencernos de que gracias a las medidas impopulares tomadas durante la legislatura anterior se estaba consiguiendo remontar y que, perseverando, podría recuperarse lo perdido durante los años anteriores. Pero las perspectivas hoy no son nada halagüeñas. El déficit público sigue fuera de control y el crecimiento del PIB está por debajo de lo estimado inicialmente; así las cosas, es inverosímil que puedan cumplirse las previsiones en que el gobierno basó los presupuestos para 2016. En consecuencia, el empleo no se recuperará en la medida anticipada, ni la recaudación fiscal ayudará a equilibrar unas cuentas públicas que, a nada que se descuiden, acabarán conduciendo a una deuda intratable.
Lo peor es que los males que hicieron que España fuera uno de los países que salió peor parado de la recesión iniciada en 2008 siguen como estaban. Era y es difícil crear empresas. La legislación laboral sigue siendo mala. Los resultados educativos son, salvo excepciones, inferiores a lo mínimamente exigible. Las universidades españolas son, en general, solo regulares. La I+D ha sufrido una erosión gravísima durante los últimos años. Tampoco hay señales de una política industrial y energética reconocible. Y todo hace indicar que los gobernantes siguen confiando en el turismo y la construcción (baratos) como vías casi únicas para el crecimiento económico y la generación de empleo.
Por esas razones no es de recibo el espectáculo que ofrecen los cuatro grandes partidos políticos españoles. Aunque solo fuera por la inanidad de su máximo líder y por la marea de casos de corrupción que lo inundan, el Partido Popular se ha inhabilitado moralmente a sí mismo para gobernar hasta que cuente con un líder digno de tal nombre y pueda mostrarse aseado ante la ciudadanía. El Partido Socialista es una jaula de grillos, en el que la pugna por el poder interno está condicionando gravemente sus posibilidades de formar gobierno. Ciudadanos tiene a su favor que mantiene un discurso claro, pero no puede vetar a nadie si no está en condiciones de aportar alternativas viables. Y Podemos, además de ser otra jaula de grillos, ha demostrado estar más interesado en evadir la responsabilidad de la más que previsible repetición de las elecciones que de facilitar un gobierno alternativo al actual. Asistimos a un verdadero espectáculo, uno en el que lo importante es no quedar peor que los otros ante el electorado. De ahí el efectismo, la frivolidad y, sobre todo, el tacticismo antes mencionados. Al parecer, es así como entienden la política sus principales actores. Pero es un espectáculo indigno. Y es inadmisible. Lo sería en cualquier caso, porque siempre estaría en juego el bien común, pero lo es más aún en una situación tan difícil como la que nos encontramos. Por eso, de quienes están protagonizando esta lamentable farsa, no cabe decir sino que son unos verdaderos irresponsables.