Los socios de la Eurozona y el FMI han aplicado a Grecia en el último quinquenio una estrategia de rigor que ha desangrado sus posibilidades de desarrollar una estructura económica autosuficiente probablemente durante decenios. La aplicación de las políticas de austeridad tenía su razón de ser como un baño de realidad. Duro pero obligado. Grecia ha vivido de espaldas a su realidad, falseando primero sus cuentas para acceder al euro y sosteniendo en paralelo un modelo abiertamente clientelar como mecanismo de paz social. Subsidio improductivo desde la mastodóntica estructura funcionarial que ha determinado que uno de cada cinco pensionistas griegos provenga del sector público. Precisamente el colectivo más castigado hoy con los recortes a sus pensiones, reducidas a la mitad en la mayoría de los casos.
Pero más allá del insostenible modelo económico griego que durante décadas se afianzó hasta la quiebra que hoy eleva su deuda a cerca del 180% de su PIB, Grecia no ha recibido un trato inteligente, no digamos justo, por parte de sus socios. La respuesta a su quiebra técnica no ha acompañado la exigencia del ajuste del debido programa de sostenibilidad. No sólo social, que debió ser un derecho como ciudadanos de la Unión Europea, sino meramente económica. Grecia carece de mecanismos para potenciar su actividad económica por sí misma y el rescate económico debió haber ido acompañado de esa estrategia auspiciada por los mismos actores que rescataron, fundamentalmente, a los bancos acreedores, pero no al socio heleno.
En el último quinquenio, la compra de la deuda griega por el FMI, los socios de la Eurozona y el BCE ha transformado radicalmente su perfil pero no ha permitido reducirla hasta niveles soportables. En la práctica, el rescate real ha sido el de la banca: la griega y la extranjera que sumaban cerca de 150.000 millones de euros cinco años atrás y hoy solo tienen comprometidos 13.000. A cambio, los socios de la Eurozona han cargado con las aportaciones del rescate y han cuadruplicado su compromiso acreedor desde algo más de 50.000 millones de deuda griega a casi 200.000.
Pero en el camino alguien ha olvidado dotar al país de recursos para ponerse en marcha. Más allá de la propia responsabilidad griega de manejar una política fiscal más razonable y una diversificación mayor de su tejido económico -la crisis ha reducido en un 30% el peso de su industria en el PIB, hasta sólo el 13,8%, y elevado al 70% la dependencia de los servicios- la viabilidad del país heleno como economía requería un equilibrio entre el pago de sus compromisos y el plazo del mismo. Hoy es el FMI el que admite esa necesidad y ya hay informes que, con la boca pequeña, hablan claramente de negociar la reestructuración de su deuda y de afrontar una quita. Quizá el mayor freno a esta opción sea también político: los líderes europeos deberán explicar a sus propias opiniones públicas que la condonación de deuda que no se obligó a aceptar al sector financiero la deban asumir en el futuro los países del euro, que en el fondo es decir los ciudadanos del euro. Un debate en clave de solidaridad que tiene difícil venta en entornos donde se han padecido ajustes del sector público -con recortes de sus servicios o copagos de los mismos- o mayor presión fiscal o un mix de ambos.
El referéndum de hoy ha sido planteado por Syriza como un pulso a Europa en defensa de la dignidad griega. Una apuesta meramente dialéctica que no parece tener en cuenta el factor descrito más arriba: la deuda de Grecia está hoy mayoritariamente en manos de los ciudadanos de sus socios de la eurozona. Eso no es dialéctico; se siente en los bolsillos. Alexis Tsipras ha realizado una cabriola que no es homologable a una democracia seria: un referéndum convocado a ocho días vista, sin información comprensible y apelando a los sentimientos o al miedo, según el caso. No es de recibo.
Da para dudar si se trata de un modo de obtener músculo para volver a la mesa de negociación, como sostiene, o directamente pone en manos de los griegos la decisión que él no se atreve a adoptar por el rechazo de su propio partido. Si una mayoría acepta el modelo de acuerdo que ofrece la troika, ya no será su decisión, sino un mandato popular. ¿Quién se atreve a violentar el mandato popular?
Pero, ¿y si gana Tsipras con su discurso del no? ¿Tiene un plan para el día siguiente? Ese fleco tampoco es dialéctico. El no en las urnas hoy no se acompaña de un plan alternativo de Syriza para la recuperación económica, la refinanciación de la deuda, el pago de las nóminas públicas y las pensiones. Grecia necesita dejar de echar pulsos y tender manos desde la realidad: se ahoga y necesita que la rescaten. Y el proyecto europeo necesita que sus gestores dejen de lado arrogancia y prioridades sospechosas para sus propios ciudadanos y estén dispuestos a salvar a su socio. Si no es así, ¿quién va a creer en ellos en el futuro?