esta semana he recibido unos cuantos mensajes de ertzainas que exponen sus quejas y los motivos que han derivado en las protestas que acompañan a cada acto público del lehendakari y la consejera de Seguridad. Me preocupa, porque es un totum revolutum en el que figuran legítimas (pero también discutibles) exigencias laborales que van desde el descuento salarial por bajas, el pago de kilometrajes, dificultades de promoción interna, escasa valoración de títulos académicos, etc... hasta quejas por la marcha de la investigación interna sobre la muerte de Iñigo Cabacas, los protocolos sobre denuncias de malos tratos o, y ahí creo que está el núcleo del problema, el nuevo modelo policial que quiere poner en marcha el Gobierno Vasco.
Lo primero es, desde luego, negociable. Y si ahí se delimita el conflicto, no deberían existir diferencias insalvables como ocurre a diario en otros ámbitos laborales, públicos y privados. Siéntense en una mesa, discutan y traten de alcanzar consensos. Los principios de proporcionalidad y realismo que según contó el lehendakari Urkullu en la entrevista del pasado martes en Onda Vasca deben guiar esas negociaciones pueden ser un buen punto de partida.
Pero el modelo policial de la Ertzaintza no lo pueden definir los sindicatos, sino el Gobierno con el respaldo suficiente del Parlamento. Si estamos de acuerdo en ese principio, quizás se entiende mejor por qué se ha llegado a un nivel de enconamiento nada frecuente en un conflicto laboral. Muy sencillo: no es solo laboral y tiene un componente político muy importante.
El problema, aunque cabría hablar de bendición, surge cuando ETA anuncia en octubre de 2011 que dejaba de asesinar y que la Policía vasca, hasta entonces perseguida, amenazada y también asesinada, tenía por lo tanto la oportunidad de volver al origen con la que fue pensada: una policía ciudadana, cercana, más de calle que de vehículo blindado, más de oficina que de cuartel, más de valla que de muro. Creo que no es difícil entender qué policía desea la mayoría de la sociedad. Y eso, sospecho, no lo han captado los sindicatos policiales. Y si lo han captado no les ha gustado porque supone un esfuerzo laboral distinto al que venían realizando.
Esta cuestión operativa que, insisto, corresponde al Gobierno con el respaldo del Parlamento y no a los delegados surgidos en las elecciones sindicales deriva necesariamente en un cambio de hábitos, también laborales, de los ertzainas. ¿O es que acaso no va a poder decidir el Gobierno cuántos agentes deben patrullar las calles en lugar de ocupar puestos reservados a otras labores previas a ese nuevo tiempo de paz? ¿No es exigible, también he escuchado alguna queja sindical al respecto, el debido mantenimiento de la imagen exterior, la apariencia pública, el buen estado de forma física, la limpieza, los buenos modales, la interlocución en euskera, etc? A mí me parece que mis representantes, que no son los sindicatos, deben exigirlo. Y la impresión que tengo es que gran parte de la sociedad siente más respeto por la institución de la Ertzaintza, pieza fundamental del autogobierno, que algunos de los miembros que la integran.
No me parece muy coherente exigir un repliegue de cuerpos y fuerzas de Seguridad del Estado, la supresión de controles de la Guardia Civil, y al mismo tiempo resistirse a adaptar nuestra policía a esa nueva realidad abierta en Euskadi. De la misma manera, tampoco el Gobierno puede mirar hacia otro lado sobre las investigaciones abiertas con protocolos muy estrictos y base científica sobre los casos en los que se hayan registrado malos tratos. El reconocimiento socialmente mayoritario de su tarea durante estos años y de su condición de amenazados no da derecho a espacios de impunidad. Y se están creando algunos agujeros negros sobre los que es necesario hacer luz.