Podríamos estar debatiendo sobre cuál de las múltiples estadísticas que sobre la situación en Venezuela se publican anualmente responden mejor a la realidad de lo que sucede ahora en aquel país. Pero hay algunas imágenes que hablan por sí solas. Llevo viajando periódicamente con una cadencia menor de dos años a Caracas y a otras zonas del país. Mi termómetro son los supermercados; también las urnas, claro, y las libertades individuales tan pisoteadas en nombre del objetivo final.

Situémonos en 1998 en Petare, uno de los “ranchitos” que rodean los cerros que encierran Caracas, en los días previos de la primera victoria electoral de Hugo Chávez que seis años antes los había intentado mediante un golpe de estado fracasado. Allí, sus seguidores instalan mesas para censar a los que hasta entonces ni siquiera se habían preocupado por el derecho al voto. Sencillamente, los gobiernos anteriores ignoraban a esta famélica legión. Allí se fraguo el triunfo. Democrático, sin duda: revolucionario, también.

Corramos la película a cámara rápida sobre los siguientes diez años, los del precio del petróleo por las nubes, los de los ingresos a chorro a las arcas públicas. Se redujo notablemente la pobreza, pero no basada en un futuro sostenible, sino en una política de subsidio que en realidad constituyó una fábrica de pobres contentos. En los supermercados, las baldas empezaron a tener calvas. No porque no hubiera dinero, sino porque la estricta planificación del mercado y el control a la iniciativa privada empezaban a demostrar lo que ya se sabía por experiencias históricas: los sistemas socialistas de economía planificada fracasan. Lo siento por la izquierda radical, pero es así en Caracas, en Moscú o en Bucarest. En Pekín ya se dieron cuenta antes.

Pero Chávez seguía ganando elecciones, y su legitimidad democrática se reforzó cuando la oposición eligió la misma vía que ya había intentado antes Chávez: el golpe de estado en 2002. Obtuvo el mismo resultado, un fracaso que derivó en un endurecimiento del chavismo en contra de toda la oposición, sin distingos entre quienes optaban por ganar en las urnas o los que habían montado el complot militar en su contra.

La consecuencia, por decirlo sencillo, fue que el totalitarismo se abrió camino a medida que se violaban libertades civiles: manifestación, prensa, movimiento. Se afianzó el culto a la personalidad (un problema para su sucesor) y aquello que empezó con ese espíritu de justicia histórica que suponía incluir a los hasta entonces desheredados en la cosa pública fue convirtiéndose en un régimen caudillista en el que el relevo en el poder aparecía cada vez más lejano. Los chavistas ya no iban en moto a Petare. Ahora viajaban en carísimos todo terrenos, con especial predilección por los Hummer; bueno, así lo hacía la nomenclatura, porque el resto seguía en moto, organizando comandos dispuestos a velar por el régimen.

Vayamos ahora a marzo de 2013. Muere Hugo Chávez, convertido ya para entonces en el nuevo Che del siglo XXI. Toca suceder al líder carismático que además tendrá que hacer frente a una herencia envenenada, con el chavismo que empieza a mostrar signos de división interna y de desafecto de quienes un día creyeron ver en él la salvación a su secular pobreza. La designación, se supone que personal y en presencia de los Castro, de Nicolás Maduro ya auguraba lo que estaba por venir: más pobres, menos ricos, nada de clase media y una vuelta de tuerca más hacia la dictadura. Empezó saltándose la Constitución que preveía que el presidente de la Asamblea, Diosdado Cabello, debería asumir las funciones transitorias como presidente de la República hasta la celebración de las elecciones. Un comienzo que era toda una declaración de intenciones.

Las elecciones presidenciales del 14 de abril de 2013 no fueron limpias. Cualquier observador imparcial pudo constatar, esta vez sin género de duda, que la concurrencia entre Maduro y Capriles fue tan desequilibrada en favor del primero que resultaba casi un milagro que la oposición ganara en las urnas. Y luego vino el lío de si hubo o no pucherazo. Pero insisto, el pecado era original. No fue una campaña abierta, sino dirigida por los aparatos del Estado para que todo estuviera atado y bien atado.

Ahora, dos años después, aquellas calvas en los supermercados se han convertido en una sucesión baldas vacías, cartillas de racionamiento para los aliemntos y productos de primera necesidad, los pobres ya no pueden ser subvencionados como antes porque el precio del petróleo no lo permite, la nomenclatura está conjurada a mantener sus privilegios a costa de cualquier cosa y, como pasa en las dictaduras, “cualquier cosa” son sobre todo las libertades básicas de los ciudadanos. Maduro se ha demostrado tan incompetente en gobernar un país a la deriva como competente para dirigir las cloacas del Estado contra sus opositores. En eso se ha convertido aquel sueño de Petare.

PD: me adelanto a los “abajofirmantes de turno” que me van a decir que aquí peor, que tampoco hay libertad, que se cierran periódicos y que hay mucha pobreza. Es como equiparar una ballena con una anchoa porque las dos nadan.