España, Madrid, o como quiera llamársele a todo lo que está bajo la autoridad de Mariano Rajoy y su partido, había intentado por todos los medios impedir que Artur Mas sacase las urnas a la calle. Aunque se tratase de urnas de cartón y sin validez jurídica alguna. Primero le echó encima a toda la jauría mediática, después a todos sus ministerios y, por último, al Tribunal Constitucional para evitarlo. No le valió. El empecinado president cumplió su palabra y el 9-N votaron, a su aire, más de dos millones de catalanes dejando meridianamente claro que la inmensa mayoría de los votantes apostaban por la independencia.

Después de la felonía, tragado el sapo, Mariano Rajoy rumió en silencio su venganza. Le tiene sin cuidado que lo de Cataluña se trate de un problema político y que, como tal, debería ser afrontado desde la política. Y tratado, además, con mucho tacto, extrema habilidad y exquisito respeto. Pues no. Pasado el mal trago, creyó que era el momento de marcar paquete y amedrentar a los insumisos. Según esa rabiosa decisión, lo que tocaba era soltar a los perros de presa para que mordiesen, intimidasen y dejasen claro quién manda aquí.

Y abierta la veda de acojonar, Mariano Rajoy advierte que no le temblará el pulso y actuará con presteza para restablecer el imperio de la ley. ¿Cómo? ¿Dialogando? ¿Negociando? ¿Escuchando? Por supuesto que no, que la política no está hecha para pusilánimes sino para talantes correosos más propensos al castigo que a la conciliación. Así que decidió escarmentar a Artur Mas y a sus compinches con todo el peso de la ley azuzando a los fiscales, hala, atacad, morded, despedazad a los rebeldes.

Si no fuera por la magnitud del disparate y lo ignominioso del asunto, la rebelión de los fiscales de Cataluña hubiera sido un episodio casi hasta chusco. Recibieron la orden de empapelar al president y a cuantos tuvieran que ver con el 9-N, y por más motivados que estuvieran por aquello de la disciplina jerárquica, no encontraron por dónde pillar una base jurídica para acusarles de desobediencia. Podemos imaginar la situación: el ministro de Justicia, Rafael Catalá, recibe la orden de su jefe, Mariano Rajoy, de escarmentar a Mas y sus cómplices; el fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce recibe la orden de su jefe, el ministro de Justicia, de escarmentar a Mas y a sus cómplices; el fiscal jefe de Cataluña, José María Romero de Tejada, recibe la orden del fiscal general del Estado de escarmentar a Mas y a sus cómplices; el fiscal jefe de Cataluña se planta y desobedece la orden de escarmentar a Mas y a sus cómplices porque él y sus fiscales subordinados están convencidos de que “la querella contra el 9-N es un estropicio” y que váyase al carajo, señor Torres-Dulce.

Y llega el momento de marcar paquete. El fiscal general del Estado, más a la orden del Gobierno que nunca, decide dar el escarmiento de su propia mano, sin delegar. De momento, cumple la orden de escarmentar él mismo a Mas y a sus cómplices advirtiendo, que no consultando, a la Junta de Fiscales de Sala que iba a entrar a saco contra los responsables del 9-N. Y, lo primero, se ocupó de meter mano a los fiscales catalanes obligándoles por el único argumentario de sus cojones (léase la pleitesía debida a quien le nombró) a que se tragaran el sapo de ver ahora delito donde antes no lo vieron y empapelaran ahora a los que antes se negaron a empapelar. Y a la orden, por narices. Abierta la veda de echarle un par, en loca carrera por quién la tiene más larga, aparece en la escena un tal general Jaime Domínguez Buj, jefe de Estado Mayor del Ejército español, que tiene la ocurrencia de comparar la situación en Cataluña con la pérdida de las colonias de ultramar en 1898 y sin cortarse advierte que ellos, el glorioso ejército español, está preparado para intervenir, que sus soldados lo mismo se lían a tiros en Afganistán que en Valencia. O sea, que si hay que sacar los tanques al Paseo de Gracia, se sacan y el que avisa no es ladrón.

Puesto a sacar paquete, lo que debería haber ordenado Mariano Rajoy es la inmediata destitución del tal general Jaime Domínguez Buj y su reclusión en una prisión militar. Pero, amigo, no hay lo que tiene que haber. Ya lo dice el militarote: “Cuando la metrópoli se hace débil, se produce la caída, como pasó en el 98”. Y así, tan farruco, quedó como ejemplo de hombre con un par tan del gusto de la chulería carpetovetónica.

Y así, marcando paquete el presidente Rajoy, el fiscal Torres-Dulce y el general Domínguez Buj, queda aplacada la ira de la caverna tertuliana y satisfecha la derecha extrema de la España Una, satisfechos de haber matado moscas a cañonazos. Y, de paso, queda aún más consolidada la voluntad soberanista de la sociedad catalana y de sus líderes porque al indeseable secesionista Artur Mas y a sus compinches ya les han hecho la campaña.