el proceso catalán está resultando tan previsible, tan lamentablemente previsible, que da la impresión de estar guionizado, quizá hasta pactado en uno cualquiera de los secretos encuentros entre Mas y Rajoy. Yo apruebo la Ley de Consultas y convoco para el 9 de noviembre; tú paralizas el proceso recurriendo al Tribunal Constitucional; yo desconvoco la campaña, pero apelo la paralización. Y luego, ya nos arreglaremos. Veremos cómo.

En realidad, dado el talante del presidente español y el servilismo del Tribunal Constitucional, no ha sorprendido a nadie la secuencia de lo conocido hasta ahora. Pero se abre un periodo incierto en el que es previsible una oferta -se supone que cicatera de inicio- por parte de Rajoy, y un ritmo que la Generalitat desearía frenético para lograr avances en el autogobierno antes del 9-N incluida la advertencia de elecciones plebiscitarias. Mientras tanto, los partidos y asociaciones que acompañaron a CiU en el proceso soberanista harán un enorme esfuerzo por mantener la tensión en la ciudadanía y presionarán a Artur Mas con la advertencia de la desobediencia civil liderada en este momento por Esquerra Republicana, formación que mejor podría rentabilizar el órdago.

A veces suele apelarse a la desobediencia civil con más entusiasmo que conocimiento, por lo que conviene saber que la desobediencia civil constituye un acto de incumplimiento de la ley como forma de protesta, persiguiendo la modificación de una normativa que se considera contraria a los derechos de los ciudadanos que recurren a ella. Esta protesta tiene carácter público, se expresa en la calle para influir en el mayor número de conciencias y tiene un desarrollo exclusivamente pacífico.

A día de hoy, el Derecho español castiga a quien decida no obedecer a la ley, ya se trate de quien pretenda impedir un desahucio o se trate de un traficante de drogas. El ordenamiento jurídico vigente no reconoce la desobediencia civil como un derecho ejercitable por los ciudadanos, ni siquiera como una causa de atenuación de la responsabilidad penal. Sin embargo, esta dureza legal no impide que la desobediencia civil pueda verse amparada por el ejercicio de los derechos fundamentales a la libertad de conciencia, la libertad de expresión y la participación política directa ejercitable por cada persona, derechos todos ellos amparados incluso por la Constitución española. La clave para justificar esa desobediencia está en determinar si la ley viola esos derechos, por lo que debería ser legítimo no obedecerla. El derecho a tener derechos implica el derecho a defenderlos frente a quien los viole, sea político, jurista o delincuente común.

Volviendo a la realidad y dejando a un lado la teoría, hay que tener en cuenta que la desobediencia civil masiva a la que se convoca a la sociedad catalana -y también ocasionalmente a la vasca, no lo olvidemos- supone un sistema desorganizado de presión tan peligrosamente atractivo como ingobernable.

El que una persona, o un grupo reducido, se declare en desobediencia civil puede tener alguna viabilidad de inicio, quizá temporal, dependiendo de la aplicación más o menos firme de la ley por parte de la autoridad. Pero plantear una desobediencia civil generalizada no debería ser el resultado de una improvisación, ni la consecuencia de un cabreo, por más justificado que esté. La convocatoria a desobediencia civil general y unánime debe ser resultado de un proceso que delimite el punto de partida, el punto de llegada y las consecuencias derivadas de esa decisión. Un proceso debatido, detallado y aceptado por quienes lo vayan a protagonizar, en este caso la sociedad catalana en su conjunto.

La desobediencia civil, sin duda, es una herramienta de transformación social cuando se enfrenta a una injusticia flagrante, pero es muy problemático plantearla como de aplicación automática. Medir las propias fuerzas es fundamental a la hora de afrontar las consecuencias, sobre todo teniendo en cuenta que las olas concéntricas que parten del núcleo que impulsa la desobediencia civil son más débiles cuanto más lejanas y se corre el riesgo de que los convocados no tengan el coraje ni la convicción de los convocantes.

En el caso de Catalunya, que tampoco se diferencia demasiado del de Euskadi, quienes más presionan por la desobediencia civil no son los que más directamente soportarían el peso de la ley que, como es sabido, fulminaría a los cargos más altos. No hay que olvidar el hecho, altamente pedagógico, que en Euskadi se ha vivido a cuenta de la bandera española impuesta por ley y acatada por quienes exigían a sangre y fuego la desobediencia.

La desobediencia civil a la que ahora se apela debería haber sido un proyecto elaborado desde el inicio del proceso, ante la posibilidad más que cierta del portazo del Tribunal Constitucional.