BILBAO - En no pocos balcones, incluidos ayuntamientos, luce hoy la tricolor con el anhelo, o al menos la sensación, de que en el Estado español arranca una segunda Transición, una que permita decidir a su ciudadanía bajo qué modelo quiere ser regido: la monarquía de Felipe VI o la Tercera República. La fotografía ilustra un deterioro en la credibilidad de las instituciones, que ayer derivó en la abdicación del rey Juan Carlos de Borbón, quien cedió los trastos a su hijo disfrazando su decisión de normalidad y con la excusa de un relevo "generacional". Al otro lado, la calle, hastiada de los conflictos que han sacudido a la Casa Real y que, resumido en las concentraciones gestadas de improviso en decenas de ciudades, exige que la sucesión del monarca pase por las urnas mediante referendo.

Nada en la actitud del príncipe Felipe invita a pensar en que consultará su pronta proclamación, y menos tras una espera de 39 años como heredero, amparándose en el artículo 61 de la Constitución que le garantiza el acceso a la Corona sin interpelación previa. Una postura que, lejos de sanar la distancia abierta entre el ciudadano y la monarquía, contribuirá a fabricar el dibujo de las dos Españas, donde la clase política, concentrada hasta ahora en el bipartidismo, ya ha recibido su primera cornada. Quizás sea precisamente el desgaste de esa gran coalición que se ha intercambiado el poder en las tres últimas décadas, y la irrupción de nuevas formaciones que reclaman mayor transparencia, lo que ha provocado que Juan Carlos acelere su jubilación en favor de su descendiente varón antes de que el color del Congreso, epicentro de la voluntad popular, pudiera dar al traste con la tradición dinástica sanguínea.

Ejerció antes de portavoz el presidente Rajoy anunciando las intenciones del monarca, e irrumpió éste después para justificar los porqués de su resolución, tomada -dijo- el 5 de enero, fecha de su 76 cumpleaños, y desvelada al líder del PP el 31 de marzo, tres días antes que al socialista Pérez Rubalcaba. En su discurso, mirada perdida en el teleprompter, nada adujo sobre el caso Noos, que tiene a su hija, la infanta Cristina, y a su yerno, Iñaki Urdangarin, en el punto de mira; ni respecto a los sucesivos escándalos en que se ha visto implicado, y tampoco se refugió en su deteriorada salud. Se va, afirmó, porque "una nueva generación reclama el papel protagonista para afrontar con renovada intensidad los desafíos", encabezados estos por un modelo territorial que hace tiempo dejó de convencer y donde Catalunya reivindica su derecho a decidir. Y aprecia en su hijo la persona ideal para plantarse "en primera línea" y encarar "con nuevas energías" las reformas "que la coyuntura actual está demandando". Como si el lavado de cara fuera la solución. "La larga y profunda crisis económica que padecemos ha dejado serias cicatrices en el tejido social [...] se ha despertado en nosotros un impulso de renovación y superación, de corregir errores", continuó en su alocución, arropado el atrezzo de una foto suya con Felipe, de quien alabó su "madurez, preparación y sentido de la responsabilidad", y su nieta Leonor, la siguiente en la línea sucesoria. "Mi hijo Felipe encarna la estabilidad", sentenció.

el asidero bipartidista Fuentes de La Zarzuela aseguran que esto obedece a una decisión "muy meditada" sin relación con la coyuntura política, pero desde el propio Ejecutivo admiten que es el momento idóneo, un asidero antes de que la legislatura se adentre en la recta final, porque aún PP y PSOE dominan el 80% de las Cortes, y a tenor de los resultados de las elecciones europeas, donde no alcanzaron ni el 50% por vez primera desde 1977, es probable que se atomicen e inclinen hacia un polo menos favorable a los intereses no solo del bipartidismo sino también de Casa Real, cuya popularidad desde 2011 se ha precipitado al vacío. Para colmo, la pulsión catalana se halla en plena efervescencia del soberanismo y en un callejón sin salida al que el Estado no sabe dar respuesta, y mucho menos se pliega a lo que quieren los catalanes. A buen seguro que Felipe de Borbón ha olvidado las palabras que pronunció el 21 de abril de 1990, y que ayer fueron rescatadas de la hemeroteca: "Cataluña será lo que los catalanes quieran que sea".

Tocó fondo el monarca cuando se vio obligado a disculparse en público por su viaje a Botswana para cazar elefantes en compañía de la princesa Corinna y donde se rompió la cadera, teniendo que pasar por quirófano en reiteradas ocasiones -nueve en un lustro-, las tres últimas con un coste global de 165.189 euros; y con los dimes y diretes sobre sus infidelidades hacia su esposa Sofía. Y se agravó su horizonte con la trama de corrupción que tiene a la infanta al borde del procesamiento, un "martirio" según el jefe de la Casa del Rey, Rafael Spottorno. Los sucesivos sondeos del CIS han otorgado a la institución un claro suspenso que, a la postre perjudicaba a la denominada marca España, pese al intento de maquillaje, entrevista de por medio en la televisión pública.

Los debates respecto a su abdicación se multiplicaban pero la conversación siempre se finiquitaba igual: "El rey no quiere, dice que los reyes se mueren, no abdican". Él mismo lo desmintió a menudo, la última vez en Nochebuena. Hasta ayer. Rajoy reunirá hoy al Consejo de Ministros para aprobar una ley orgánica que, según el artículo 57.5 de la Carta Magna, debe regular la abdicación, pactada con el PSOE para ser aprobada por amplia mayoría. En semanas España será regida por Felipe VI -y por la periodista Letizia Ortiz-, y éste se comportará como lo hizo en junio de 2011 ante una ciudadana de Iruñea que le pidió también su abdicación en un día como este para dejar de ser súbdita y convertirse en ciudadana. "¿Ese es el único problema que tienes en la vida? Ya has tenido tu minuto de gloria", le respondió el heredero de la Corona. Ignora que esta sociedad difiere de la que recogió su padre: reclama su sitio y validar a sus representantes.