no puede haber mayor manifestación de torpeza política y de frivolidad que la mostrada por el inefable ministro Wert en relación a las becas Erasmus. ¿No conoce el ministro de Educación lo que es seguridad jurídica? ¿Dónde están sus prioridades políticas? ¿Conoce el señor ministro algún programa formativo superior de mayor éxito social y de más frutos vitales y formativos que el Erasmus? Gracias a este, se abre camino una nueva generación de jóvenes abiertos al mundo, que viajan, que usan idiomas, que ven, aprecian y experimentan otras culturas, que maduran, que se quitan anteojeras vitales, más allá del reducto vital familiar.
El programa Erasmus nació en 1987 como una beca de movilidad para los estudiantes universitarios, con el objetivo de que pudieran hacer un año de sus estudios en otro país europeo. Esta apuesta pionera para fomentar la movilidad y mejorar las aptitudes y cualificación de los universitarios comenzó ese año con 11 países involucrados y 3.244 estudiantes, de los que 250 eran españoles. Hoy, 26 años después y con el Premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional concedido en 2004, participan 33 países. Más de tres millones de estudiantes se han ido de Erasmus.
A nivel universitario estatal, en el curso pasado más de 38.000 alumnos participaron en el programa y en este han tomado parte más de 40.000. Este programa es el único triunfo concreto de verdad, tangible y paneuropeo de la Unión Europea de los últimos años. Desde su creación en 1987, el programa Erasmus ha permitido a esos tres millones de estudiantes europeos estudiar en uno de los países de la Unión. Y ello ha contribuido a crear un espíritu y una realidad europeos, al contrario de lo que nos proponen hoy, es decir, el repliegue tras las fronteras nacionales, la ausencia de proyectos para las nuevas generaciones, la gestión a corto plazo de las urgencias financieras. Ha llegado el momento no de enterrar el programa Erasmus, sino de ampliarlo, proponiendo un Erasmus para el empleo: este programa subvencionaría cada año, por qué no hasta los gastos sociales, un millón de contratos de un año de duración en el sector privado, empleos de verdad en la economía de mercado. Con ello, cada año, un millón de jóvenes europeos tendrían la oportunidad primero de trabajar y además de hacerlo en un país de la Unión. Esto significa viajar, aprender a trabajar en otra cultura, otro idioma.
¿Quién nos va a sacar de esta crisis de identidad europea? No cuenten con que los líderes de la Unión Europea. El futuro está en manos de los jóvenes que esa élite ha olvidado, tal y como ha expuesto el filósofo polaco Jaroslaw Makows-ki. Hasta ahora, los sociólogos se han centrado en la denominada generación perdida. Pese a ello, o precisamente por ello, la promesa de esperanza, en términos de transformación y de mejora del sistema, ha de radicar en esos jóvenes.
La culpa de la crisis actual en Europa la tienen las élites intelectuales y políticas. Son una generación de líderes que crecieron en un palacio de cristal. Europa fue creada y construida por una generación cuyo pasado trágico, encarnado por Auschwitz, ha sido una experiencia de vida. Los padres fundadores de la UE, Konrad Adenauer, Robert Schumann o Alcide De Gasperi, comprendieron que solo trabajando juntos podrían construir algo duradero y positivo. La solidaridad europea demostró ser una bendición. Y, ahora, para civilizar el futuro de forma colectiva la última esperanza de Europa es la generación Erasmus.
¿Cómo puede, políticamente hablando, dejarse cual pecio hundido en el mar, abandonado y despreciado un proyecto tan vivo, tan potente, tan relevante socialmente como el Erasmus? ¿La red pelágica de la austeridad ha nublado la razón a nuestros políticos? Si hay una inversión que debemos mantener y ampliar es, sin duda, la inversión en nuestro futuro. Potenciar el programa Erasmus, extenderlo también para el empleo permitiría devolver la esperanza a los jóvenes, crear una dinámica de crecimiento para todos en Europa y reforzar el espíritu europeo. Además, este programa mejoraría la competitividad de las empresas europeas, al reducir los gastos de las nuevas contrataciones y devolvería la legitimidad a las instituciones europeas, alejadas hoy de la realidad de las empresas y de la propia sociedad europea.