EL éxito cosechado por Vía Catalana el pasado día 11 ha puesto de nuevo sobre el tapete vasco la reivindicación, de una parte de la población y algunas fuerzas políticas, de la independencia para Euskadi. De hecho, la izquierda patriótica ha propuesto una denominada Vía Vasca hacia la soberanía. Partido Popular y Partido Socialista de Euskadi, lógicamente, descartan de plano cualquier posibilidad en ese sentido. Y el Partido Nacionalista Vasco apuesta, como es sabido, por el aggiornamento del autogobierno, tratando de acordar, primero en Euskadi y luego con las instituciones centrales, un nuevo estatus político.
Desde la entrada en vigor del Estatuto, hace más de tres décadas, no han dejado de aprobarse, por parte de las instituciones centrales, normas que han socavado el ejercicio del autogobierno. Esa intromisión competencial ha tenido efectos importantes, porque ha impedido, en la práctica, que se puedan desarrollar políticas públicas integrales de largo alcance en buen número de ámbitos. Por otro lado, cuando las instituciones vascas han planteado demandas ante el Constitucional por las limitaciones a la capacidad competencial vasca, lo normal ha sido que la resolución haya sido contraria a la demanda, lo que desde Euskadi se ha entendido como consecuencia de la parcialidad del alto tribunal, ya que se inclina, casi de forma sistemática, hacia la postura del gobierno central.
Los defensores de la independencia sostienen que la secesión es la mejor solución para los vascos, pues dejaríamos de depender de instancias cuyos intereses están muy alejados de los nuestros. El PP afirma que estamos muy bien como estamos y que no necesitamos tocar el entramado jurídico-político. El PSE tan pronto habla de reformar el Estatuto de autonomía, como dice que no es el momento; no se sabe muy bien cuál es su proyecto. Y el PNV propone un nuevo estatus político para Euskadi y, aunque no concreta la fórmula precisa, propone que contenga un sistema de garantías basado en una relación bilateral entre las instituciones centrales y las vascas. De esa manera, se produciría el reconocimiento efectivo del pueblo vasco como sujeto político, y evitaría que las decisiones que pudiesen afectar a materias cuya competencia tiene reservada la CAV se tomasen de forma unilateral por parte de las instituciones centrales.
No ocultaré que esta última fórmula me parece la mejor, por varias razones. Por un lado, porque permitiría la confluencia de visiones e intereses políticos diferentes. Por otro, porque no supone una ruptura absoluta con la tradición estatutaria que, a pesar de las intromisiones antes citadas, tan buenos resultados ha dado a Euskadi en el pasado. Es, además, una fórmula respetuosa con los varios sentimientos identitarios que conviven entre nosotros. Y garantizaría una capacidad de decisión política próxima a la de la independencia, pero sin generar los graves costes sociales de convivencia que aquélla ocasionaría.
Si, por parte de unos u otros partidos, o de las instituciones centrales, se elimina cualquier posibilidad de profundizar en el desarrollo del autogobierno, la consecuencia podría muy bien ser una evolución de la situación similar a la de Cataluña, esto es, se afianzaría la idea de la Vía Vasca o equivalente. Se reforzaría la demanda de independencia, y ello conllevaría el crecimiento de las fuerzas políticas que apuestan por la secesión. Bajo esas circunstancias Euskadi se polarizaría de forma acusada, y las opciones políticas extremas resultarían favorecidas, pues serían consideradas por el electorado como las más capacitadas para sacar adelante sus proyectos.
Pero muchos no querríamos ese País Vasco para vivir.