en paralelo al debate abierto en torno la exigencia de disolución a ETA, a la situación penitenciaria y a la siempre delicada gestión de todo lo relativo a víctimas y memoria, el gran reto y desafío que debemos afrontar como sociedad vasca pasa por asentar la convivencia política en Euskadi y ser capaces de lograr crear las condiciones sociales y políticas necesarias para que el futuro se decida de manera compartida. La Ponencia de Paz y Convivencia parece griparse o atascarse por estrategias políticas alejadas del sentido de la responsabilidad, pero pese a ello, el Gobierno vasco, con el lehendakari Urkullu al frente, no debe cejar en su intento de trabajar por un futuro en el que podamos convivir desde la divergencia ideológica y las diferencias en la concepción de nuestra sociedad y nuestro modelo de país. Los tiempos de trinchera ideológica deben dejar paso a la búsqueda de espacios compartidos, y con los viejos conceptos políticos y sus instrumentos jurídicos este acuerdo sería sencillamente imposible.

Tras el cese de la violencia por parte de ETA y a la espera de su definitiva e irreversible disolución, procede abordar las consecuencias derivadas de tanta barbarie y trabajar por sentar las bases que hagan posible reconstruir la convivencia. Dos planos complementarios, pero diferenciados: el de la convivencia social y el de la convivencia política exigen esfuerzos en paralelo, sin descuidar la triple dimensión de trabajo: ética, política y jurídica.

Tenemos un importantísimo reto, del que depende en buena medida el futuro de nuevas generaciones en Euskadi: podernos mirar a la cara sin odio ni rencor, ser capaces, con mayor o menor empatía personal, de hacer realidad el sueño de una convivencia social y personal normalizada. La base ética de mínimos, la premisa para alcanzar este objetivo pasa por reconocer, sin ambages, que amenazar, chantajear, amedrentar y por supuesto atentar contra la vida o la integridad física de cualquier persona es, ha sido y será, sencillamente, inadmisible, insoportable e injustificable.

Buena parte de las dificultades para la convivencia política en Euskadi procede de las diferentes identificaciones nacionales, con todos sus matices y modos de sentir la identidad. En términos de convivencia, el denominado 'conflicto' no se ha traducido, afortunadamente, en la configuración de dos comunidades enfrentadas. El llamado choque de identidades se vive de forma más tensa y dramática en las élites políticas y en los medios de opinión que en la propia sociedad. En ésta, y sin dejar de reconocer la existencia y la importancia de tales diferencias, las cosas se viven con más naturalidad y con menos dramatismo. Eso no significa que no haya déficits de integración en nuestra sociedad. Existe una importante fragmentación, con grupos encerrados en sí mismos y sin relación entre ellos o al menos con relaciones tan infrecuentes como crispadas. Somos diversos, aceptamos la diversidad, pero en nuestra sociedad vasca hay muchas personas que conciben la diversidad como una anomalía provocadora de problemas más que como valor enriquecedor y positivo.

El reto de la convivencia pasa por reconocer empática y recíprocamente al diferente. Estigmatizar al que no secunda tu proyecto político, marginar social y políticamente a quienes no comulguen con la orientación socialmente mayoritaria, construir bloques cerrados frente a otros sectores sociales no es el camino hacia una verdadera construcción nacional.

Esta orientación ha fracasado cada vez que unos u otros lo han intentado. Enfrentar siempre suma más apoyos populares que tender puentes entre diferentes. Pero esa orientación frentista suma sólo al principio, porque mantiene unidos a los propios, pero luego es incapaz de ensanchar la base social de un proyecto, sin la cual no puede salir adelante. Lo negativo vende más que la pretensión constructiva de trabajar por tu proyecto político y de país sin componer trincheras desde las que solo escuchar el eco de tu propia voz, marginando o despreciando al que opina diferente.

La política es el gran instrumento del que disponen los seres humanos para organizar su convivencia. Tal y como señala con acierto el filósofo Daniel Innerarity, cuando la política se hace bien el pluralismo queda asegurado, pero al mismo tiempo esa diversidad de valores, intereses e ideologías no impide resolver los conflictos sociales. Una sociedad políticamente madura no es una sociedad sin problemas o conflictos, una sociedad en la que reinara un consenso general. Lo que exige una democracia pluralista es que esos conflictos tengan cauces de expresión y resolución.

Esto vale especialmente para la sociedad vasca, que se caracteriza por una fuerte personalidad y, al mismo tiempo, por un intenso pluralismo interno en cuanto a sensibilidades políticas, territorialidad e identificaciones, lo que ha dado lugar en no pocas ocasiones a fragmentación, desencuentro y problemas de convivencia. Ahora, en un momento que pese a la crisis ha de ser ilusionante y estimulante, nos queda lo más difícil: reconstruir la convivencia en Euskadi, sabiendo que el conflicto identitario vasco debe basarse en el reconocimiento de la alteridad como base para el futuro de la convivencia. Y para ello la pretensión de organizar políticamente a la sociedad vasca exclusivamente desde una de sus mitades no sólo no resulta ni posible ni deseable. Convivir y respetarnos desde la discrepancia y la diversidad. Ese es nuestro gran reto pendiente.