Gibraltar, el Peñón, 'the rock'
A veces, cuando a los gobiernos se les complican las cosas de casa, en lugar de ponerles remedio, optan, si pueden, por complicar las de fuera. Recurren al "enemigo exterior" para desviar la atención de la gente y aligerar así la presión interna que, de otro modo, habrían de soportar. Es lo que ha hecho el gobierno español con Gibraltar, que ha sido la válvula mediante la que intentar aliviar la presión de la opinión pública por el caso Bárcenas.
El asunto del Peñón es complejo. España invoca el derecho -reconocido por Naciones Unidas- a su integridad territorial, sin tener en cuenta la voluntad de los ciudadanos del enclave. En la reivindicación española subyace una concepción de nación que prescinde de la voluntad de las personas potencialmente concernidas. La nación no sería simplemente un conjunto de ciudadanos que comparten territorio, ciertos elementos culturales, derechos, obligaciones, y un proyecto político común. Sería más que eso: un ente inmaterial, casi intemporal, con entidad y vida propia, y de la que forman parte, además de los nacionales de cada época, sus antepasados, los hechos históricos, un territorio y ciertos rasgos idiosincráticos. Según esa concepción, Gibraltar es parte de España porque está dentro de "su territorio" y porque, antes del tratado de Utrecht de 1713, formaba parte de la Corona española.
Por otra parte, desde el punto de vista del derecho internacional, the rock (la roca) es una colonia, por lo que, lógicamente, debería producirse un proceso de descolonización parecido al que han experimentado otras. Pero ocurre algo muy comprensible: los gibraltareños no quieren. Gibraltar tiene -por decirlo suavemente- una fiscalidad muy amigable, muy buen clima, y sus naturales disfrutan de una de las mejores ciudadanías posibles, la británica. ¿Quién podría ofrecer más? La única posibilidad de arreglo entre los reinos de España y de Gran Bretaña pasaría por un acuerdo de cosoberanía, algo con lo que se amagó a comienzo de la pasada década pero que no prosperó, precisamente porque los gibraltareños se negaron en redondo a aceptarlo.
España tiene en este asunto -como se dice coloquialmente- el rabo de paja. Por mucho que los casos de Ceuta y Melilla sean diferentes al del Peñón, esa diferencia podría, en la práctica, no ser tan importante. Porque es cierto que las citadas ciudades no tienen estatus de colonia, pero, en contra de lo que tantas veces se afirma en España, Ceuta y Melilla no han sido siempre españolas.
Como apuntaba días atrás en Facebook el escritor y profesor de historia Iban Zaldua, antes de pasar a la Corona de Castilla, ya en la Edad Moderna, las ciudades norteafricanas habían sido "fenicias, griegas, cartaginesas, romanas, vándalas, visigodas, bizantinas, idrisíes, omeyas, andalusíes, malagueñas, independientes, almorávides, almohades, benimerines, wattásidas, murcianas, nazaríes, portuguesas".
De hecho, esos avatares son anteriores al establecimiento de la dinastía alauita que, en cierto modo, supuso el inicio del reino de Marruecos que ha llegado hasta el presente. Por eso es comprensible que el reino magrebí, partiendo de una concepción de nación similar a la española, reclame esas ciudades. Y si, andando el tiempo, Gibraltar pasase a estar bajo soberanía española, las pretensiones marroquíes podrían llegar a tener suficiente apoyo internacional como para complicarle las cosas seriamente al gobierno de España.
Me pregunto, por todo lo anterior, si a los gobernantes españoles interesa, de verdad, una resolución definitiva de este contencioso. Al fin y al cabo, un enemigo exterior lo mismo puede servir para un roto que para un descosido y, por otra parte, un arreglo con el Reino Unido podría acabar acarreando unos costosos efectos colaterales.