nadie ha hecho más por la república que un elefante, un yerno díscolo y una amiga entrañable. Así puede resumirse el annus horribilis de la corona española, más discutida que nunca por la sucesión de escándalos que la salpican, el último de ellos, y el más grave para la reputación de la monarquía: la imputación de la infanta Cristina por el mismo asunto por el que su marido, Iñaki Urdangarin, baja y sube constantemente la rampa del Juzgado de Palma reclamado por el juez Torres. La inclemente sacudida del caso Nóos, una pieza descolgada del caso Palma Arena, es la gota malaya que, incansable, inexorable, está oxidando las entrañas de la corona, cuyo brillo se asemeja al de latón en estos días de zozobra para el rey, figura mitificada por algunos durante el encole de la Transición y el golpe de Estado del 23-F, pero cuyo blindaje, que se consideraba impenetrable no hace tanto tiempo, comienza a resquebrajarse con numerosas grietas. La cacería de Botsuana fue el punto de inflexión para una institución anacrónica que trata de mantener el tipo en medio del ojo del huracán.
La ley de silencio, ese pacto tácito que envolvía su vida privada, secretísima salvo por los edulcorados y pactados posados familiares, saltó por los aires el mismo día en el que hace casi un año, apretó el gatillo de su rifle en Botsuana y diera caza a un elefante. Aunque el tiro le salió por la culata. Jamás un safari salió tan caro para el rey, cuya reputación ha quedado severamente laminada. El tiro africano sonó como un trueno cuando se supo la intrahistoria de las jornadas cinegéticas, una de las principales aficiones del jefe del Estado, amigo de las cacerías. Más fuerte en decibelios que el disparo fue el eco que provocó la caída de Juan Carlos I en esos días de África, donde se rompió la cadera en la casa en la que estaba instalado. Conocido el traspié, desde Zarzuela se trató de esquivar el asunto, de meterlo en la nevera, de resolverlo con su particular manual de estilo, anestesiando el capítulo. Resultó imposible por la dolencia que padeció el rey, y que obligó el regreso apresurado desde Botsuana y su inmediato ingreso en un hospital de Madrid para ser operado.
El de Botsuana no era el primer tropezón del rey, cuyo cuerpo ha sufrido varios remiendos debido a las muchas lesiones que ha padecido en su biografía, pero sí el definitivo para la opinión publica y también para la ciudadanía, que se sumó a un encendido debate sobre su efigie, intocable años atrás. Ocurrió porque se dieron las circunstancias ideales para que se desatara la tormenta perfecta. Si la gotera molesta era Urdangarin, el escándalo del elefante fue un tsunami para su reputación, maltrecha como su osamenta. Con el país sumido en un recesión económica sin parangón, con millones de personas en paro, con los desahucios instalados en miles de vidas, con la corrupción subrayando la marca España, con los recortes afeitando la sanidad y la educación, con la prima de riesgo rascando el cielo y con la negrura de la desesperanza imponiéndose en cada rincón, la imagen de un monarca cazando alegremente grandes animales como en los tiempos del colonialismo situó la lupa sobre la conducta del rey. Algo que nunca se contempló con anterioridad. Pero las circunstancias eran otras, muy distintas, y a la ciudadanía, indignada, harta, cada vez le cuesta más hacer distingos entre el poder.
Nadie entendía cómo la misma persona que semanas antes decía no poder conciliar el sueño por la grave crisis que atravesaba España era capaz de difuminar esa preocupación de un chasquido y permitirse el lujo de algo tan superfluo, prescindible, accesorio e inapropiado como apuntarse a un safari en África. Nada tan elitista. Las redes sociales, potentes foros de discusión en estos tiempos, amplificaron el malestar general y afearon a Juan Carlos I, el cazador, como hicieron con el accidente de caza de Froilán, su nieto, que se disparó en el pie cuando manipulaba un arma para la que no tenía permiso solo unos días antes de que el rey se divirtiera matando a un elefante. Los partidos políticos también reaccionaron y fueron numerosas las voces discrepantes sobre el viaje-safari real dadas las circunstancias. Incluso desde posiciones monárquicas se entendía que el rey no había actuado como debía, más si cabe con la ciudadanía sufriendo recortes y multiplicando esfuerzos para ganarle un palmo al futuro.
obligado a pedir perdón La Casa Real, a la que no le sirvió narcotizar el suceso, tuvo que cambiar el guion previsto y decidió que el rey, en una acto de contrición nunca contemplado en el libreto de Zarzuela, diera la cara para pedir perdón en una decisión impensable, pero absolutamente necesaria según los consejeros del rey, para entonces centro de mofas, cabreos, reproches e iras varias. "Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir", pronunció un cariacontecido Juan Carlos debido a la gravedad del acontecimiento durante su ingreso. Ningún rey se había disculpado de esa manera. Realmente lo hizo porque no tenía otra opción. Al menos frente a la sociedad, que censuraba abiertamente su comportamiento irresponsable. Las opiniones sobre su abdicación también estuvieron presentes en un país en el que ya un año antes la encuesta del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) apuntaba a que la gente estaba cambiando su percepción sobre la corona española. El estudio anunció que la ciudadanía suspendía a la monarquía por primera vez en la historia al otorgarle un 4.89 de valoración.
¿Quién es esa mujer? Durante esos días de mediados de abril de 2012, a la silueta del paquidermo, le acompañó la irrupción estelar del perfil de Corinna Sayn-Wittgensten, una princesa alemana, una amiga entrañable del rey -"un tesoro nacional", según definió-, que había organizado el safari africano. La reina Sofía tal vez no piense lo mismo. Visitó al monarca en el cuarto día de ingreso en el hospital madrileño en el que fue operado y apenas lo hizo durante 15 minutos, un detalle muy significativo. Con la reina sombreada, discretamente situada en un segundo plano, se conocieron más datos sobre la continúa presencia de Corinna en la vida del rey. Según desveló en una entrevista con El Mundo el pasado 25 de febrero, Corinna aseguraba que su "colaboración con el Gobierno español es delicada, confidencial".
Debido a esas declaraciones, el director del CNI, Félix Sanz Roldán, tuvo que explicar las actividades de la empresaria alemana sobre los supuestos encargos que había recibido del ejecutivo español. Meses antes, el diario Bild, que rastreó el perfume de Corinna en cuanto el escándalo de la cacería tomó vuelo, apuntaba a una relación entre la empresaria alemana, que se dice princesa porque estuvo casada con un príncipe alemán, y el monarca español. Un nuevo frente para la monarquía, que no goza de la salud de antaño. De hecho, para los menores de 35 años y aquellos a los que la Transición les queda lejana, existe un empate técnico entre los que prefieren la república y los que defienden la monarquía como sistema.
Si bien el impacto mediático de la cacería actuó como la dinamita que generó una explosión incontrolable, el humo del incendio que atosiga a la realeza española llegaba desde la imputación de Iñaki Urdangarin en diciembre de 2011 debido al caso Nóos. El cortafuegos del discurso navideño de 2012, cuando el rey se refirió a la conducta "poco ejemplar" de su yerno sin nombrarlo y a que la justicia tenía que actuar con igualdad fuera quien fuera el encausado -"la justicia es igual para todos", dijo antes de los turrones-, no consiguió desviar el foco del incendio, que ha ido propagándose con gran celeridad a medida que los correos electrónicos que administra Diego Torres, exsocio de Urdangarin en el Instituto Nóos, se agolpan sobre la mesa del juez Castro. En los documentos aportados por Torres, además de Urdangarin, aparece la amiga del rey, Corinna, así como el secretario de las infantas, García Revenga, también reclamado por el juez.
la infanta, al juzgado Imputado por presuntos delitos de evasión impuestos, fraude fiscal, prevaricación, falsedad documental y malversación de caudales públicos, Urdangarin fue eliminado de la página web de la Casa Real. El rey quiso alejarse de su yerno, cada vez más enfangado, para evitar cualquier tipo de contagio, y lo sacó del álbum familiar y de cualquier tipo de acto oficial. Sin embargo, la implacable investigación del juez Castro y las informaciones aportadas por Diego Torres han ido atrapando en la red del caso no solo a Urdangarin sino también a su esposa, la infanta Cristiana, que había fintado la justicia, hasta que el juez la inculpó por "colaboración necesaria" el miércoles. Miquel Roca ejercerá su defensa por deseo del rey.
Casi en paralelo a la imputación de la infanta Cristina, para la que el juez aún no ha fijado fecha para declaración, se conoció la fortuna -1.100 millones de pesetas, 728,75 millones en fondos depositados en cuentas en el extranjero- que don Juan, padre del rey, había dejado a este y a sus dos hermanas. Sin coto donde resguardarse -ni la entrevista de Hermida sirvió para ese fin-, abierta la veda tras la cacería de Botsuana, nada más paradójico que el cazador cazado para enhebrar esta historia, la fortuna que dispone de Juan Carlos I es otro de los flancos que genera más controversia. La sociedad, cansada de tanto escándalo, quiere conocer el origen de los caudales del monarca más allá de la asignación estatal que percibe cada año la Casa Real y cuyo desglose, a Zarzuela no se le aplica la Ley de Transparencia, apenas sirve para rellenar un página de excel. Tema tabú hasta ahora, el diario norteamericano The New York Times calculó en 1.800 millones de euros la presunta fortuna, almacenada supuestamente desde que reina en España, donde luce una corona abollada por el peso de un elefante.