EL pasado lunes un vecino de las siete calles de Bilbao me dio una lección de historia doméstica. Me explicó que hasta fechas recientes existía un servicio municipal dedicado a deshollinar las chimeneas y que esa tarea se realizaba por un sistema de pesas.
El método es sencillo: para que el peligroso hollín que compone los restos del carbón mezclados con la grasa de los elementos cocinados a la brasa se desprenda del tiro, se lanza una pesa desde la chimenea del tejado que encaja a la perfección en el conducto, de modo que la fuerza de la gravedad hace el resto. La tarea concluye recogiendo el residuo del registro y eliminándolo de forma controlada. Así se han evitado durante siglos muchos incendios domésticos.
Dos días después, escuchando las intervenciones en el pleno de investidura que iba a concluir el jueves con la elección de Iñigo Urkullu como lehendakari, recordaba esa técnica y pensé que asistía al lanzamiento de una pesa que acabará, más pronto que tarde, llevándose lo peor de los restos que se ha ido adhiriendo a nuestro sistema político en las últimas décadas.
Algo de purificador tuvo ese pleno cuando por primera vez en tres décadas no había tantos escoltas como parlamentarios elegidos por el pueblo porque, ya era hora, la amenaza terrorista ha desaparecido. Y por fin, estaban sentados todos los que el pueblo ha elegido. En el discurso del nuevo lehendakari se subrayó esa circunstancia de forma expresa: "Nace un tiempo en el que nadie es perseguido o coaccionado por sus ideas. El tiempo en el que todas las ideas son libres".
Sí, la mejor constatación de que ese tiempo ha quedado atrás es que hasta las ideas más dispares se escucharon sin el histrionismo de legislaturas precedentes. Estábamos tan acostumbrados a los sobresaltos, las amenazas, las broncas, las inhabilitaciones y demás sorpresas que esta bendita normalidad nos ha llamado la atención. Tanto que algunos lo han confundido con aburrimiento.
La política, seguro, se parece más a este pleno de investidura que a aquel en el que un candidato llegaba y se marchaba esposado en un furgón penitenciario. O ese otro en el que se dejaban caer amenazas de muerte que, por desgracia, se cumplían; o el grosero insulto de aquel parlamentario al lehendakari; por no hablar de la cal sobre un escaño, el voto multipersonal de su señoría tramposa y demás anomalías democráticas.
Tras el lanzamiento de la pesa y la recogida para su eliminación de esos molestos restos, la política vasca se va a parecer mucho a una democracia parlamentaria al uso en la que el gobernante carece de una mayoría absoluta. Lo escuchado esta semana en la sesión de investidura augura una sucesión de búsqueda de acuerdos para obtener las mayorías necesarias para aprobar planes o, en su caso, evitar otras mayorías de bloqueo. Una complicada tarea a la que se dedican desde hace siglos en otros parlamentos de larga tradición democrática.
Esa normalidad parlamentaria refleja mucho mejor la sociedad madura que exige a sus representantes una dedicación honesta en el ejercicio público. Lo pude comprobar el mismo jueves al tiempo que Urkullu resultaba elegido. Un ramillete de representantes sociales de ámbitos muy distintos, con ideologías dispares e intereses diferentes, respondían esa mañana en los micrófonos de Onda Vasca a esta pregunta: "¿Qué esperan del lehendakari?".
Las respuestas estaban cargadas de sensatez. Nadie pide milagros, la escasez de recursos está interiorizada, así que se trata de priorizar; diálogo entre quienes no hablaban; bienestar para nuestros mayores, asegurar la calidad en la educación de nuestros jóvenes; que nadie quede en la estacada, etc. Y sobre todo, creen que es hora de trabajar, porque nada llega sin esfuerzo. Urkullu ha dicho que dará lo mejor de sí mismo. Ha dado su palabra. Euskadi va a necesitar que todos demos lo mejor de nosotros mismos. Y eso incluye, desde luego, la crítica constructiva.
Deshollinar la política vasca