EL día en que se abrieron las nubes como si se desgarrara un telón de hojalata, apareció aquel deslumbrante astro luminoso que inundaba todo, y algunas madres tuvieron que explicar a los más pequeños que ese disco fantástico que nunca antes habían visto en plenitud se llamaba Sol. Y el alborozo fue colectivo, pero los médicos comprobaron de inmediato que algo sucedía.

Durante tiempo inmemorial aquella tormenta se había adueñado del valle formando parte de su paisaje. Llegó de forma inopinada en la estación fría durante los tiempos oscuros en que los campos necesitaban agua, y las plegarias de los campesinos más piadosos obtuvieron el fruto deseado. Sin embargo, pronto supieron que aquella tempestad no era pasajera.

Las condiciones orográficas del lugar favorecían su asentamiento y los agricultores se fueron adaptando resignadamente a la nueva situación. La borrasca se configuraba como un amenazante velo oscuro que nublaba el cielo, y nadie otorgaba una atención especial a esa lluvia constante que acompañaba el fenómeno.

Al principio, los rayos que esporádicamente fustigaban la tierra sólo caían sobre las escasas viviendas construidas con esqueleto metálico, y la mayor parte de la gente se creía libre de peligro. Algunos cambiaron su residencia, o simplemente se alejaron de los edificios susceptibles de ser dañados, pero poco a poco las descargas eléctricas fueron precipitándose sobre otros puntos de forma aleatoria.

Para entonces el alma de la tormenta se había adueñado ya del valle. Florecieron grandes negocios de paraguas y chubasqueros, nacieron empresas que decían comercializar los mejores pararrayos, mientras otros aldeanos se negaban a cubrirse ante el pertinaz aguacero, arguyendo que constituía parte de su naturaleza íntima.

Incluso la universidad local había creado una cátedra sobre tormentas en la que los expertos debatían día y noche, observado el cielo y esperando una respuesta a sus axiomas teóricos.

Pero cuando aquella mañana las nubes se abrieron y dieron paso a esa bola de fuego que los niños sólo habían conocido a través de las narraciones de sus mayores, fueron los médicos los que alertaron del mal contraído.

La pertinaz lluvia, el discreto susurro del cielo que dibujó la historia de aquella tempestad interminable, había penetrado por los poros de sus habitantes con quirúrgica fiereza. Los rayos habían sembrado el temor por su estruendosa crueldad, pero era el agua silenciosa la que había deteriorado los tejidos conectivos y cartilaginosos del cuerpo, agrietando su estructura ósea.

Restaba aún una larga convalecencia, aunque el Sol ya brillaba en el firmamento.