El fin de ETA va a pasar por dar una solución a la cuestión de los presos, esa "consecuencia del conflicto" a la que aluden la Declaración de Aiete y el comunicado del jueves, y que tanto daño hace a los colectivos de víctimas del terrorismo, la otra gran "consecuencia" de la violencia política. Con centenares de personas encarceladas y apenas un centenar de miembros en la clandestinidad, ETA equivale hoy en día a sus presos -así lo aseguró el propio presidente del PSE, Jesús Eguiguren, en su polémica entrevista con El Periódico-, y lo son más en un momento en el que la independencia y el socialismo se van a reivindicar por cauces democráticos por petición de los propios reclusos. Y más aún, ahora que la organización asume las exigencias de sus bases y militantes.

La presión de las asociaciones de víctimas de ETA, a las que tras años de ninguneo institucional el PP convirtió en un lobby político que ahora maniata sus movimientos, ha puesto la lupa sobre la actuación del Gobierno del PSOE en las cárceles. Se ha trasladado la sensación, singularmente fuera de Euskadi, de que los presos de ETA están disfrutando de privilegios con respecto a los reclusos comunes gracias a la tregua, y de que la política penitenciaria de Zapatero responde a un pacto con la organización.

Sin embargo, el triunfo de las tesis de Otegi y Diez Usabiaga supone, y esto no se cansan de repetirlo sus propios impulsores, que el fin de la violencia llega sin ningún tipo de condiciones, sea por la propia reflexión o por la inviabilidad del terrorismo, con la presión judicial y policial que ha sufrido ETA. Así pues, en materia penitenciaria es el Gobierno el que tiene la sartén por el mango y no tiene ninguna necesidad de sacar a los presos a la calle. Y no lo va a hacer, por activa y por pasiva se descarta una nueva amnistía, y mientras la organización decidía si paraba definitivamente o seguía en el limbo en el que estaba sumida hasta el jueves, sólo ha habido tímidos gestos hacia presos a quienes se les pone el listón más alto que a los reclusos comunes.

Los traslados a Nanclares de la Oca exigen una petición de perdón y la asunción de las indemnizaciones a las víctimas, así como la autoexclusión del colectivo de reclusos de ETA, la pérdida de la condición de "preso político" y de miembro de la banda. Supone, en la práctica, renegar públicamente de aquello por lo que muchos se mancharon las manos de sangre y fueron a la cárcel, en algunos casos para muchos años.

La rúbrica del EPPK al Acuerdo de Gernika, que en buena medida rompe la estrategia del Gobierno de dividir a los presos pero ha supuesto un avance definitivo hacia la paz, por cuanto el conjunto del MLNV sabe desde hace años que los presos tendrán la última palabra sobre el futuro del movimiento, pide que a éstos se les aplique una política penitenciaria normal, sin perder el carácter de colectivo político, y a eso es a lo más que está dispuesto a llegar el Gobierno socialista. Es decir, a excarcelar a los ocho presos enfermos graves -Ibon Iparragirre ya está en libertad vigilada gracias a la aplicación del artículo 100.2 del Código Penal, que permite flexibilizar el régimen penitenciario de un preso a gusto del Gobierno-, a derogar la doctrina Parot aplicada 71 reclusos, y a acabar con la dispersión.

Eso es al menos lo que dice el Ejecutivo, y lo que de momento reclama el EPPK. Otra cosa será arbitrar vías de reinserción en el futuro, y en ese sentido el Gobierno que entre en La Moncloa tras el 20-N tendrá muchos ejemplos que aplicar, protagonizados por gobiernos de todos los colores políticos. Desde la Amnistía del 77, que no se limitó a abrir las puertas de las celdas a los miembros de ETA, hasta los casi 200 presos que Aznar trasladó a cárceles cercanas a Euskadi, pasando por el regreso de los polimilis a la vida civil.

La Amnistía de 1977

Borrón y cuenta nueva

Hoy día, casi 35 años después, puede parecer que la Ley de Amnistía de la Transición estaba hecha a la medida de ETA, cuando en realidad la excarcelación de absolutamente todos sus miembros, la conmutación de todo delito, incluidos los de sangre, tenía como fin principal garantizar un tránsito hacia la democracia con la menor oposición posible especialmente por parte de los halcones del régimen. Y para ello se hizo una ley de punto final que hizo borrón y cuenta nueva de todos los delitos cometidos entre el 18 de julio de 1936 y el 15 de junio del 77, y que así, además de conmutar sentencias y penas contra disidentes, separatistas, comunistas y demás bestias negras del franquismo, anuló "los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes del orden público, con motivo u ocasión de la investigación y persecución de los actos incluidos en esta Ley", según reza el propio texto del 15 de octubre de 1977. La Ley, literalmente, borraba el pasado. No exigía arrepentimiento, eliminaba los antecedentes penales, y suponía "la inmediata libertad de los beneficiados por la amnistía".

Los 'polimilis'

Sin condiciones

Menos de cinco años después de la amnistía total, ETA político militar concluía un proceso negociador con el Gobierno de Suárez en el que puso varios cadáveres sobre la mesa -entre ellos el de José Ignacio Ustaran, dirigente alavés de la UCD- y que comenzó prácticamente con la muerte de Franco. Mario Onaindia, una de las grandes referencias de la izquierda abertzale de entonces, y el abogado Juan María Bandrés, constituyeron el principal canal de comunicación entre ETA pm y el ministro del Interior, Juan José Rosón, en la negociación, que lejos de buscar reivindicaciones políticas perseguía una vía de salida personal para aquellos polimilis que entendían inútil la lucha armada tras la aprobación del Estatuto de Gernika. Quienes prefirieron seguir empuñando las armas se constituyeron en ETA político militar VIII Asamblea y en poco tiempo se integraban en ETA militar. Tras el anuncio a cara descubierta de la autodisolución de la organización, el 30 de septiembre de 1982 en el frontón Euskal Jai de Biarritz se puso en marcha Plan de Reinserción Social, que permitió el regreso a Hegoalde y la salida de la cárcel de más de 150 personas. La única condición para la reincorporación a la sociedad era precisamente esa, volver a una vida normalizada, así que en un momento en el que las víctimas del terrorismo carecían de cualquier altavoz en la sociedad no se exigió a nadie ni petición pública de perdón, ni pago de indemnizaciones, ni condena de la violencia ni que renegara de su pasado.

La vía Azkarraga

En busca de la división

Joseba Azkarraga, senador por el PNV a principios de los años ochenta y posteriormente consejero vasco por EA, medió con el Gobierno de Felipe González la concesión de un indulto a aquellos terroristas que firmaran un documento en el que rechazaran la violencia. Cuarenta y tres miembros de ETA militar, polimilis y miembros de los Comandos Autónomos Anticapitalistas se acogieron a la medida, adoptada el 9 de abril de 1984 con mucha más discreción que la disolución pública de ETA pm. La iniciativa perseguía, principalmente, dividir a la organización mediante la tentación del borrón y cuenta nueva para aquellos de sus miembros que delinquieron tras la amnistía del 77. ETA amenazó a quienes se acogieran a la medida y, en septiembre de 1986 asesinó a Yoyes, María Dolores González Katarain, exdirigente de la banda que, aunque no tenía causas pendientes, volvió a Euskadi en aquellos años.

Los acercamientos de Aznar

En tregua y sin tregua

También con el Gobierno de José María Aznar se abordó la cuestión de las cárceles cuando se creyó que el fin de ETA podía estar próximo, e incluso antes. En su primera legislatura al frente del Ejecutivo de España, el Ministerio del Interior dirigido por Jaime Mayor Oreja trasladó a casi 200 presos a cárceles cercanas a Euskadi, y concedió 33 terceros grados, que permiten al recluso salir cada día a trabajar fuera de la cárcel. Con ETA a pleno rendimiento, antes de la tregua derivada del acuerdo de Lizarra, el Gobierno acercó al País Vasco a 85 reclusos de ETA, incluso tras el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco, organizado precisamente para exigir el fin de la dispersión. Con la tregua en vigor fueron más de un centenar los reclusos que recalaron en cárceles próximas a Euskadi, y a 9 les fue concedido el tercer grado.