omo nacido en Año Nuevo y por tanto decano de la quinta del 77, hace hoy una semana que pasé por el frontón de Lakua para recibir mi primera dosis de la vacuna del coronavirus, tecnología ARN mensajero, ni año y medio después de que llegara a Euskadi la plaga que nos tuvo encerrados en casa durante dos meses, temerosos hasta de bajar a por el pan. Allí había un ejército de personal sanitario pinchando a un sujeto cada dos minutos desde las ocho de la mañana, en un proceso que se replica día tras día y que supone el penúltimo esfuerzo en la increíble hazaña con la que la ciencia y los sistemas sanitarios de todo el mundo han plantado cara, con mayor o menor agilidad y fortuna, a un desafío sin precedentes para cualquier dirigente, investigador o persona normal y corriente menor de cien años. Ha sido un año difícil y a cada cual nos ha salido la frustración por un sitio distinto, necesitábamos culpables a los que se pudiera poner cara sin necesidad de utilizar un microscopio y en muchas ocasiones hemos descargado nuestra ira en quienes, desde laboratorios e instituciones, han hecho posible que la mitad de la gente tenga ya al menos una dosis de la vacuna en su organismo. Seguro que el tiempo nos acabará dando la perspectiva necesaria para valorarlo.