ublica este diario que Vitoria se ha convertido en sede universal de los fans de los botellones de café, irreductibles ante las adversidades meteorológicas, que por estos lares acostumbran a ser muchas y variadas. Y más en estos meses, en los que puedes aterirte de frío en medio de la nevada del siglo, ser azotado por la fuerza de un vendaval o sufrir una lipotimia por calor extremo, todo ello, en el mismo día. Lo confieso. Me he convertido en uno de ellos. A falta de una barra como Dios manda, el corrillo de diámetro inabarcable (para cumplir con las más estrictas disposiciones sanitarias de las autoridades) y los vasos de cartón con tapa a lo playground de Wisconsin se han convertido en la única posibilidad de socializar con otros seres humanos más allá de las paredes de la redacción, en la que yo, al menos, ejerzo de mobiliario art déco. Hasta esos extremos nos ha llevado el coronavirus del demonio, que ha logrado lo que parecía imposible: iniciar en la cultura del botellón a una generación como la mía, muy apegada a los locales hosteleros, a sus gentes y a su forma de interpretar la vida y un poco ajena a los litros y a otras modas de ocio un tanto deslavazadas. En fin, como de costumbre, me temo que todo será cuestión de aclimatarse a las nuevas realidades.