ué quieren que les diga. Hace frío. Un frío que se cuela, como dicen las amamas y los aitites, en los huesos. Ese mismo frío que ha tardado en reaparecer con todo su aplomo nada menos que cinco años y que, de repente, nos ha recordado que somos una tierra de bajo cero, por lo menos durante dos o tres meses del calendario. Porque desde hace un lustro la nieve no había bajado, apenas, de un monte Gorbea triste anfitrión estos días de la imprudencia y la temeridad. Amén de la falta de respeto por la seguridad ajena. Y, hoy (y mañana y pasado) hace frío. Curioso en sí mismo que lo obligado de abrigarse-forrarse se haya convertido en noticia y conversación de panadería. “¡Qué frío hace!”, se vuelve a repetir mientras espera el colectivo en el ascensor, parapetado, eso sí, detrás de una mascarilla que nos recuerda, tristemente, que hace frío, pero que el coronavirus no se ha marchado. Y qué pena que el maldito bicho no desaparezca como lo hará la nieve, que se escurrirá lentamente (esperamos) hasta el pantano para garantizarnos el abastecimiento de agua cuando lleguen temperaturas más suaves. Mucho me temo que, pese a nuestros deseos, en verano no hablaremos del invierno pero si del covid-19 que seguirá marcando nuestras charlas de ascensor.