igo perplejo. Y no necesariamente por mi falta de capacidad para entender el mundo bajo las estrictas reglas de los cánones convencionales. Ahora, el problema, lo tengo con los regalos que presuntamente me han dejado un señor carbonero y su santa compañera -no tengo acreditado que Mari Domingi haya contraído los votos del matrimonio con Olentzero- que, al parecer, se las tuvieron tiesas con otro personaje, muy europeo este, ataviado de un rojo chillón difícil de combinar y que en esta ocasión perdió la oportunidad de agasajarme al tener problemas para aparcar en las calles adyacentes a mi piso a los renos que funcionan como tracción para su trineo. Los tres han metido el hocico en un territorio reservado para Sus Majestades de Oriente. Sí. Me declaro fervientemente monárquico, al menos, a la hora de recibir los regalos navideños. Ha sido así desde que tengo uso de razón y, me temo, ya soy demasiado veterano para cambiar costumbres e ilusiones marcadas a fuego en mi tradición vital. En cualquier caso, lleguen de una manera o de otra, he de confesar que todas las dádivas que llegan por estas fechas -y en cualquier otra del año- son recibidas con los brazos abiertos por el menda, que ya saben aquello de que es de bien nacido ser agradecido.