ues no sé muy bien qué decir. Acabo de charlar con un amigo al que hacía mucho tiempo que no veía, y me ha dejado un poco meditabundo. Me ha explicado con todo lujo de detalles su plan de vacaciones durante las siguientes semanas y el itinerario que va a seguir junto a su familia visitando unas cuantas zonas aledañas a los focos más virulentos del coronavirus en la actualidad en el Estado. Su explicación no tiene desperdicio. Cuanto más cerca del bicho, los precios de los hoteles serán más baratos, argumenta. Y, bien mirado, supongo que esa forma de pensar puede llegar a ser hasta lógica. Igual pasará con aquellos intrépidos que decidan dedicar su tiempo de ocio a conocer los barrios con más solera de Bagdad o los locales de jazz más renombrados de Kabul. Supongo que los alojamientos en ambas capitales estarán tirados de precio por aquello del riesgo y de la ausencia de demanda. Al final, entiendo que se trata de contemporizar e intentar regresar poco a poco a todo aquello que ofrecía la vida e ir un poco más allá del covid-19 y de los estragos que está provocando en medio mundo. Es cierto que el patógeno da respeto, incluso, miedo, pero no es menos cierto que por el bien de la humanidad, la vida tiene que continuar.