uando yo era adolescente, me molestaba profundamente cómo, en muchas ocasiones, los adultos nos trataban con una mezcla de condescendencia y desprecio que no casaba en absoluto con el reproche histórico y generalizado a la ausencia de responsabilidad, sentido común y madurez que desde siempre se ha achacado a la juventud más precoz, sin reparar en que se trata de un grupo social ubicado en mitad de ninguna parte. No se les puede pedir que aporten nada a la sociedad si no se les tiene en cuenta ni se les respeta. Esto debe de seguir ocurriendo, dado que el lunes quedó probado que lo del coronavirus no va con ellos, o con buena parte de ellos. El espectáculo fue desolador. No tuve la oportunidad de ver qué hacían sus mayores en las terrazas, dice el alcalde que se portaron muy mal, y a lo mejor eso explica que sus hijas e hijos se hicieran selfies colectivos cabeza con cabeza, que las chavalas se colgaran de los hombros de sus impasibles maromos que, duros como presidiarios de Leavenworth, le daban tragos a su bebida energética antes de pasársela al colega. Ni quiero ni debo generalizar, pero el lunes se me cayó el alma a los pies, y no quise salir, no por miedo a contagiarme, sino porque se me quitaron las ganas.