e quiero, te quiero, te quiero, con la butaca y el libro muerto, por el melancólico pasillo, en el oscuro desván del lirio, en nuestra cama de la luna y en la danza que sueña la tortuga. ¡Ay, ay, ay, ay! Toma este vals de quebrada cintura. En Viena hay cuatro espejos donde juegan tu boca y los ecos. Hay una muerte para piano que pinta de azul a los muchachos. Hay mendigos por los tejados. Hay frescas guirnaldas de llanto. ¡Ay, ay, ay, ay! Toma este vals que se muere en mis brazos”. Hoy se cumplen 80 años de la publicación de Poeta en Nueva York, magnífico libro de poesía, obra polémica por las vicisitudes que vivió su manuscrito derivadas del hecho de que la edición del poemario fue póstuma. A Federico García Lorca lo habían tiroteado casi cuatro años antes. Sus restos siguen allí, en alguna cuneta, en alguna fosa. Los versos que inician este pequeño texto son del Pequeño vals vienés que Leonard Cohen homenajeó en Take this Waltz. Hablo de poesía, de arte, porque el calendario me ofrece la ocasión para escapar de la actualidad. Porque los libros son un buen refugio, porque en la obra de Lorca -no hablo solo de Poeta en Nueva York- hay belleza y hay verdad. Y quizá estamos más necesitados que nunca de verdad y belleza.