No nos vamos a engañar, nuestros datos pululan como si no hubiera un mañana. Nos llaman a casa a cualquier hora de no sé qué empresa que nos quiere vender esto o lo otro porque nos tienen en la base de datos que han comprado a X. Nos llaman al móvil por cosas de trabajo un domingo a las nueve de la mañana porque ya nadie respeta ni el descanso ni las resacas ni que el teléfono sea tuyo y no de la empresa. Lo que vamos colgando en las redes sirve para que fulanito haga negocio, use nuestras imágenes, sepa si tenemos una edad u otra, si nos van más unas cosas u otras o si nuestras aficiones van por allá o por acullá, y de ahí que nos aparezcan unos anuncios y no otros. Dicen que vela por nosotros una Ley de Protección de Datos que sirve, exactamente, para nada porque hasta el Instituto Nacional de Estadística va a controlar nuestros móviles para hacer un estudio y ni siquiera nos tiene que pedir permiso. Yo ya creía que lo de mi privacidad me daba igual, entre otras cosas porque hay varias cámaras de edificios oficiales de esta ciudad que tienen mi Urano registrado durante alguna noche de borrachera de hace unos cuantos años. Pero estoy empezando a pensar que, así, a lo loco, por variar, me gustaría que, por lo menos, alguien me preguntase antes de meter mano a mi intimidad.