or muy redonda que resultara la fecha del 40 aniversario del intento de golpe de estado del 23-F no deja de sorprender el modo en que una jornada que rememora el intento violento de doblegar la voluntad democrática se festeje con tanto boato. Se puede sostener -y de hecho se sostiene- que el sentido de la jornada es celebrar el triunfo de esa voluntad democrática sobre la última asonada militar heredera del régimen franquista. Sin embargo, de lo visto ayer, la principal impronta que recibió el acto, y que todos los medios de comunicación y cualquier observador puede, extraer no es otra que una reivindicación de la institución monárquica en la figura del cuestionado rey emérito, Juan Carlos I. Suyo fue el protagonismo en el discurso del actual jefe del Estado, su heredero, que insistió en ensalzarlo como figura histórica de cualidades, reales o figuradas, que pretenden convertirlo casi en el agente principal de la consecución de la democracia en el Estado español. No es este el lugar de un debate sobre esa figura histórica, las circunstancias y simbología de su acceso a la jefatura del Estado tras cuarenta años de una dictadura que puso fin a una República. Basta con no edulcorar la realidad con un relato en el que los claroscuros de todo ese proceso, que comenzó antes de la muerte del dictador, sean obviados. No se construye un modelo de convivencia estable por eludir los factores que ponen en cuestión esa estabilidad. En la democracia española hay carencias y problemas enquistados que no la deslegitiman pero que tampoco pueden ser solapados por un relato en el que se diluyen la estabilidad de la democracia y la exaltación nacional. El 23-F fue una prueba de que el rumbo de la democracia española no era compartido por capas significativas del poder postfranquista. Un rumbo que orientaba el devenir del estado a una descentralización firme con un reconocimiento explícito de las nacionalidades en tanto diferenciadas de las regiones. De hecho, siendo sinceros, el punto de destino de ese rumbo nunca lo conoceremos porque la “modulación” del mismo, su “armonización del proceso autonómico”, derivó en la dilución de la especificidad en el café para todos. El fracaso del 23-F es motivo de satisfacción siempre que no sirva para situar en la brumosa memoria de hace 40 años el blanqueo de otras acciones para acallar debates de mayor actualidad y persistencia.