stos últimos días Rusia ha conseguido consolidar algunos objetivos militares en el este de Ucrania. Comentamos aquí hace casi tres meses que esta guerra sería larga y que no podría resolverse hasta que algunas claves se dilucidaran tanto en el campo de batalla como en diversos escenarios, como el económico, el diplomático o el de la opinión pública global. Y es que esta guerra la sufren en las ciudades arrasadas, en los colegios y hospitales bombardeados, contando muertos, desplazados y heridos, pero también en parte se juega en las mentes de la opinión pública internacional, en cada uno de nosotros. Nuestra capacidad de sostener costos relativamente menores en defensa de valores que decimos apreciar se pone a prueba.

Tras semanas de exposición a la guerra, nos hemos acostumbrado a ella. Ha perdido su novedad. Nos cansa. La última tontería de Ayuso, una declaración estúpida y sin consecuencias sobre un tema absolutamente inane, ocupa ya más espacio en cualquier informativo que Ucrania, cuando lo que nos jugamos allí es infinitamente superior. Nuestra capacidad de mantenernos si quiera medianamente interesados por cosas importantes dura lo que el empacho de un maratón de una serie en una plataforma televisiva.

Nos hemos acostumbrado a las noticias de masacres, desplazamientos y barrios exterminados que despertaban nuestra indignación hace unas pocas semanas. Hoy un ataque deliberado contra población civil empleando armas prohibidas no logra un hueco en nuestros informativos. Los enviados especiales ya pueden volver a casa porque no hay pieza que puedan colocar en el mercado de nuestra atención. No se me ocurre qué atrocidad debería ordenar Putin ahora para que mereciera la apertura de un informativo. Nuestra capacidad de sorpresa y de justa ira ha sido ya colmada.

La ventaja que tiene quien es capaz de mantener la tensión era uno de los temas más recurrentes de Churchill, que de esto algo sabía. Decía que ningún éxito y ningún fracaso son definitivos, que es el coraje de continuar lo que marca la diferencia. Decía que es el esfuerzo continuo, mucho más que la fuerza o que la inteligencia, la clave. Aguantar y no rendirse.

Tras semanas hablando de las consecuencias energéticas del conflicto, estas últimas semanas estamos empezando a comprobar los efectos de otro elemento comprometido: la alimentación.

Ucrania es un gran productor de grano que alimenta a cientos de millones de personas, especialmente en África (en países como Egipto, Túnez, Somalia o Sudán el trigo ucraniano constituye un porcentaje altísimo del consumo total) y en la India y Pakistán. El bloqueo de estos cereales se traduce en hambre, desnutrición y muerte para millones de personas, por no hablar de su potencial desestabilizador.

Putin chantajea a los países occidentales con esta crisis alimentaria. Liberará ese grano si Europa levanta sus sanciones. Europa será hasta entonces responsable del sufrimiento que Putin decida infringir a los más vulnerables y pobres del mundo. Es la transferencia de la culpa a la que parte de nuestra opinión pública se abonará. Los defensores de la propaganda rusa reproducirán ese discurso y harán responsables de la hambruna a la insolidaridad europea o a las lógicas de capitalismo que obligan a Putin, ese defensor de la famélica legión, a cometer a su pesar esas atrocidades que tanto le disgustan. Si viniera grano norteamericano a paliar parte del desastre, este hecho constituiría a su juicio la prueba de que todo se orquestó desde allí para aumentar mercados, en una astuta jugada del capitalismo sin escrúpulos.

Churchill, que lo mismo te sirve para un roto que para un descosido, ya dijo que los imperios del futuro serían los imperios en la mente de cada uno de nosotros. También nos conminó a estudiar profundamente la historia para entender la política internacional. Pero a estas alturas esto parece ya mucho pedir. l