e mis criaturas me impresionan muchas cosas pero una de ellas, sin duda, es su capacidad de recuperación frente a la enfermedad que, dicho sea de paso, es igualmente proporcional a su capacidad para contagiarse de todos los virus ajenos que los circundan. El caso es que ya puede estar el termómetro en sus pequeñas axilas sobrepasando los 39º que, tras unas cuantas horas de descanso y varios vasos de leche y agua, al día siguiente están como rosas de los jardines del Loira. Vamos, igualito que nosotras, que apenas con una décimas nos arrastramos por el pasillo de casa para alcanzar la cama y ni varias horas de descanso logran devolvernos el color. En casa tenemos dos tipos de enfermas. Porque mis hijas, pese haberse gestado juntas, son como la noche y el día. La una es como un koala del que no puedes desprenderte, una estufita a pleno rendimiento que necesita todavía más calor humano para atravesar el arduo desierto febril. La otra, no quiere ver a nadie, sólo requiere de nuestra presencia para alcanzarle el líquido elemento cuando la sed la empuja a hidratarse. Ni cuentos, ni abrazos y mimos, los justos. Pero, en resumen, para ellas apenas 24 horas son suficientes para estar a pleno rendimiento, cuando yo de las 72 no bajo ni de palo. Igual tiene algo que ver el que, cuando caes en el campo de batalla, la enfermedad nunca te viene bien. Porque tenías un millón de cosas que hacer que no puedes posponer. Porque no logras cuadrar esa única cita que te dan en el médico y que te parte todo el planning. Porque puede que no puedas dejar de ir a trabajar. Porque tus criaturas ya recuperadas te demandan igual que antes, aunque a ti te parezca el doble. Porque, queridas amigas, a las madres el día a día no nos perdona y el ponernos enfermas no tiene hueco en nuestra agenda. Así que aceptadme este consejo: cuidaos mucho y dejad que os cuiden.