os atentados del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas dejaron en shock al mundo entero, especialmente a Estados Unidos y a todo Occidente. La reacción inicial a la masacre tuvo más de emocional, primaria y vengativa que de sensata. Los servicios secretos señalaron inmediatamente a Al Qaeda y a Osama Bin Laden como responsables, y a Afganistán como nido de la serpiente. George W. Bush, desde su pánico estupefacto, dio carta blanca a sus halcones para demostrar al mundo la supremacía de América y se abrió la caza del musulmán, la limitación de las libertades, Guantánamo, la xenofobia y, directamente, la invasión camuflada de Afganistán. Más tarde, la inercia revanchista llevó la ira norteamericana a Irak, a Siria y a todo Oriente Medio. Los Estados Unidos se atribuyeron el derecho a esparcir manu militari su concepto de orden democrático, pretendiendo imponerlo en un país que por historia, tradición e idiosincrasia muy poco tenía que ver con esa manera de organizarse. Lo que es peor, la práctica totalidad de los países occidentales se sumaron a la venganza, la acataron y apoyaron la imposición del nuevo orden con sus efectivos militares y sus recursos económicos.

Veinte años y un incalculable coste económico después, las potencias occidentales no han sido capaces de derrotar a las fanáticas bandas de talibanes, ni de preparar al ejército afgano para contener las embestidas de sus guerrillas desarrapadas, ni de lograr una consolidación democrática por parte de los sucesivos gobiernos títeres que chapotearon en la corrupción aprovechando los chorros de dólares que llovían de Occidente. Los militares occidentales desterraron a las montañas a los talibanes supuestamente dominados y prometieron crear un Estado a su imagen y semejanza invirtiendo para ello más de un billón de dólares en armas, infraestructuras, adiestramiento militar, logística y nuevas posibilidades de desarrollo. Restablecieron las libertades democráticas al estilo occidental, al tiempo que creaban una nueva clase dirigente que, como tantas veces sucede también en Occidente, se dedicó más a la rapiña y la corrupción que a consolidar la exótica American way of life en los dirigentes de Afganistán. La apariencia de vida libre y democrática exportada por Occidente era un espejismo, una utopía en la que, para su desgracia, creyeron los ciudadanos y sobre todo las ciudadanas del país subvencionado y supuestamente protegido militarmente por los marines norteamericanos y los militares de la OTAN.

Las caóticas imágenes del aeropuerto de Kabul tras la debacle de un Estado fallido son reflejo de la desesperación de un país que ahora se encuentra a merced de unas bandas de fanáticos que ni sus dirigentes títeres ni sus poderosos países occidentales han podido derrotar. Pero en esas imágenes también quedarán para la historia la humillación militar y el trágico ridículo de los Estados Unidos y sus socios -acólitos- occidentales, incapaces de lograr en veinte años normalizar y modernizar un país devastado por la intolerancia de una banda de iluminados. Occidente ha hecho el ridículo en Afganistán, pero este esperpento palidece ante la situación que se abre para los afganos que creyeron en sus poderosos valedores, sobre todo en el más que incierto futuro que les espera a las mujeres de nuevo sometidas a la sharia, esa implacable y despótica norma de vida que las volverá a hacer invisibles.