ubo un tiempo remoto en que el dios Eolo controlaba los vientos a su antojo después de que Zeus le otorgara el poder de provocarlos y aplacarlos. Desde que los humanos jugamos a ser dioses, Eolo está de ERTE. Ahora somos nosotros quienes intentamos dominar brisas y huracanes para sacar rédito de su natural ímpetu.

Entre otras cosas, nos dedicamos a plantar molinos a diestro y siniestro para convertir viento en energía, un lucrativo negocio que ha transformado en pocos años paisajes milenarios. La eólica representa ya más del 20% de la generación eléctrica y sigue al alza.

Sólo en Álava están proyectadas centrales en Arkamo, Montes de Iturrieta, Labraza y Azazeta. Nuevas legiones de ciclópeos artefactos que han levantado un vendaval en contra de más de 18.000 alegaciones. Lógico. Más molinos que no se traducirán tampoco en energía más barata. Hoy mismo entra en vigor la nueva factura de la luz, que nos condena a pagar más cada vez que prendamos el interruptor.

La veleta apunta hacia las grandes energéticas, que se forran gracias a legislación benévola y traslados de sede fiscal a donde sople el viento más propicio. Pero también toca mirarnos en el espejo. Si no queremos más molinos en nuestros paisajes, ni tampoco combustibles fósiles ni centrales nucleares, ¿es posible seguir como si nada con nuestro estilo de vida?

Porque no vale oponerse a todos los proyectos de generación de energía y a la vez guardar dos coches aparcados en el garaje, tener frigo y arcón congelador, lavadora y secadora, la casa llena de aparatos electrónicos y volar a destinos exóticos todos los veranos. Flota en el aire el tabú del decrecimiento. Si queremos energía limpia, igual toca entre otras cosas cambiar nuestro modo de vida. ¿Cuál es la alternativa? Como canta Dylan, la respuesta está en el viento.