e envía una amiga un podcast acerca del maravilloso mundo de las prisas adultas (mañaneras, sobre todo) y cómo gestionarlas con nuestras criaturas. Tardo un par de semanas en poder escucharlo porque yo siempre voy de prisa a todos los sitios y apenas tengo un rato para poder escucharlo. De hecho, lo hago un jueves a media noche, después de un día maratoniano en el que ni siquiera mi pareja y yo hemos tenido unos minutos para poder hablar y reconocernos. El podcast dice grandes verdades y, en general, el contenido me resuena. Habla sobre la diferencia en la percepción del tiempo entre las adultas y las personitas; sobre lo importantísimo que es centrar en ellas nuestra atención; sobre el peligro de contagiar nuestro estrés y que éste se manifieste en comportamientos hiperactivos o, por el contrario, apáticos; sobre la necesidad fundamental de respetar sus tiempos... Y, tras diecisiete minutos de explicaciones y consejos, lejos de sentirme reconfortada, me siento fatal. Hundida. En el hoyo. Y esta manía de culpabilizarnos que tenemos las madres (y los padres) empieza a tomar forma detectando en mis propias criaturas señales de que estoy haciendo las cosas muy mal. Porque yo la teoría me la sé, de verdad que me la sé. Pero tendré que seguir buscando para encontrar un podcast en el que se presenten situaciones reales como las que vivo yo a diario. Mañanas en las que confías ciegamente en que hora y media es suficiente para levantarse, desayunar, vestirse y lavarse los dientes para llegar a tiempo, ellas al cole, tú al euskaltegi, tu pareja al trabajo. Y mañanas en las que, una tras otra, acabas deseando montarte en un avión rumbo a Hawaii y, en vez de eso, vuelves a llegar tarde, cabreada y triste. En mi casa necesitaríamos a otras adultas que nos sostuvieran a nosotras. Y que también nos recordaran que la teoría está muy bien pero es eso, teoría.