a fascinación del ser humano por las armas es innegable. Bien lo sabía Charlton Heston. Y esa fascinación se traslada de forma inevitable, directa y aumentada a la tierna infancia. A esto se le suma que la industria juguetera se afana en reproducir de forma escrupulosa en su amplísima oferta metralletas, pistolas, tanques, granadas y munición de todo tipo para perpetuar el juego de la guerra y, de paso, hacer cajona. Lo sé, llega un momento en que jugar a matar viene para quedarse. Y, aunque como adultas la forma nos horrorice, el fondo de esta dinámica tiene su explicación pedagógica y catártica. Da igual que intentes por todos los medios que tus hijas no se acerquen al armamento de juguete porque, tarde o temprano, por una amiga, vecina o conocida o incluso por un regalo familiar a traición, terminarán blandiendo en sus manitas uno de esos espantos de plástico. Nosotras tenemos cerca una caja que parece un arsenal, propiedad de una cría que es una bendita. Desde pistolas de bolsillo hasta fuscos dignos del ejército más avanzado, si es que esas dos palabras pueden tener juntas algún sentido. Así que, sin remordimientos, hemos decidido, ya puestos a usar armas, dirigir las preferencias de nuestras hijas hacia unas espadas y unos escudos de madera. Nuestro nuevo juego favorito consiste en matar malos. Bueno, matar y descuartizar. Hacemos que llega la noche y nos atacan por la escalera, mientras nosotras les vamos desmembrando. ¡Muy terapéutico! Después guardamos los trozos en un arcón congelador y los cocinamos de diversas formas. Porque, además de asesinar, nos comemos al enemigo al chilindrón, como buenas navarras. Tras intensivas sesiones bélicas, al meternos a la cama, una de mis criaturas me suele decir "ama, qué cansado es matar...". Y yo rezo para que más pronto que tarde se aficionen al teatro, al baile o al macramé...