veces cogería una maleta y me iría lejos, con un billete de vuelta abierta e indefinida. Soy así de chunga, así de egoísta. Al menos, lo reconozco. Me iría sola y, lejos de elegir una isla desierta, mi destino favorito sería New York. Porque allí me convertiría por unos días en una persona totalmente anónima caminando entre la gente, sin horarios, sin más obligaciones que visitar el Moma, volver a perderme entre las historias terroríficas de "Sleep No More", tomarme un café en Central Park y un plato de spaghuetti en Little Italy. Haría las cosas más típicas, me permitiría sentarme en un banco por la noche en Times Square para ver los neones y la vida pasar, e inventaría historias en mi cabeza sobre todos los freaks que se sacan fotos para Instagram. Cenaría sola con una copa de vino en el restaurante favorito de Woody Allen, me dejaría llevar por la música de jazz en el Blue Note o, mejor, en algún garito perdido de Greenwich Village. Me daría un paseo por la High Line, después de desayunar unas tortitas con arándanos y un buen chorro de sirope y me leería algún capítulo de un maravilloso libro sentada en un banco del Bryant Park, mientras me sobrevuelan las pompas de jabón. Me iría al cine a ver "Cantando Bajo la Lluvia" y chapotearía entre las canciones de ese musical que tanto me gusta. Me bajaría un tiempo del tren de mi vida, este tren en el que sé que estoy montada pero que no sé a dónde va porque a veces me lleva sin poder dirigirlo. Me iría lejos a llenarme la cabeza de ruidos nuevos, saturarme de paisajes urbanos y llenarme la barriga de sabores cosmopolitas. Me marcharía porque a veces poner tierra de por medio es necesario. No necesito echaros de menos, no necesito perderos de vista. Sólo necesito recordarme quién soy para volver a interpretar con energía renovada este papel que he elegido voluntariamente en mi vida.