a semántica de los gestos faciales, las muecas, la sonrisa o el desencanto, los morros, dientes dientes... que es lo que les jode, sacar la lengua, encoger las narices... esos dibujos impresionistas que han iluminado siempre la faz humana, se han esfumado de nuestra vida social como lágrimas en la lluvia. Un par de ojos, a veces enmarcados en unas gafas empañadas -es el caso de un Horacio que deja de ver con ellas o sin ellas- son la percha de donde cuelga un protuberante velo de silencio expresivo.

El cuerpo humano es un libro abierto con un sinfín de códigos comunicativos que cada sociedad, cultura o tribu, reinterpreta. El histrionismo latino, la gestualidad del sureste asiático, el hieratismo nórdico, la contención de los herederos de Confucio, la fisicidad de la África subsahariana, la teatralidad árabe... por un lado se configuran en estereotipos, pero también claves de bóveda de un sistema semiótico que se mueve al margen del verbo y la lengua expirada.

Los trotamundos como Horacio saben que los mensajes y los sentimientos de los hombres se destilan a través de los músculos y las articulaciones más allá del diafragma o la glotis, y una mueca o un movimiento de manos puede resultar más elocuente que un elaborado discurso verbal. El don de la palabra con bozal dificulta la comunicación oral, pero la pérdida de rostros y el embozamiento nos distancia de nuestros semejantes irremediablemente.

Las mascarillas han llegado para quedarse, y los cofrades de la ocultación, el individualismo y los miedos, han encontrado su coraza perfecta para marcar distancias frente a los otros. Y Horacio está hastiado de estas cortinas de humo que le impiden respirar, hablar y ver con claridad, frente a unos congéneres a los que cada vez percibe más alejados y a los que apenas distingue en esta uniformización distópica.