ientras comenzamos un nuevo año, seguimos asistiendo expectantes al desolado páramo en el que se encuentra actualmente la cultura. ¿Cómo hemos llegado a esta situación?

Como a los bosques, a los mares, hay que cuidar a la cultura. Es nuestro patrimonio. Y no lo hecho ni lo estamos haciendo. No lo suficiente. La cultura es un bien común que genera, aparte de plusvalías económicas, importantes valores inmateriales. Los intangibles de los que tanto se habla pero que necesitan de tangibles para no convertirse en humo. Como puede ser el imprescindible pensamiento crítico, por no hablar del creativo, que toda sociedad tiene que llevar en su equipaje vital para responder a los grandes retos a los que nos enfrentamos.

Las infraestructuras culturales públicas tienen que impulsar el arte y la cultura pero sin olvidar por el camino que están al servicio de la sociedad, que tienen que mirar hacia ella pero no de soslayo. De tú a tú.

Hay que atender especialmente a la base de la cadena del arte: los productores de arte y cultura. Los hacedores. Algunos feminismos hablan de cómo el espacio doméstico es el lugar en el que se genera un imprescindible trabajo no retribuido pero que, paradójicamente, es la base de nuestra sociedad de consumo pues produce productores y consumidores. Si trasladamos esa idea al ámbito artístico podríamos afirmar que el trabajo de los artistas (solo un 15% viven de su trabajo) es el que sustenta el mundo del arte. Hay que cuidar también la salud de los agentes de pequeño y mediano formato: galerías de arte, espacios alternativos, comisarios, colectivos, asociaciones, críticos€ Y, obviamente, a los públicos, las audiencias, a las personas destinatarias de lo que hacemos que no dejan de ser el conjunto de la sociedad.

Si queremos salvaguarda este bien común que es la cultura, se impone que la sociedad aborde de manera constructiva una amplia autocrítica. La ciudadanía no reclama a su gobernanza mejoras en el ámbito de la cultura y esta, obviamente, no inserta en sus programas medidas firmes y concretas que ayuden a los sectores culturales, ya no a prosperar, sino a sobrevivir dignamente. Quizá porque no entienden las peculiaridades propias del mundo de la cultura que necesita también medidas propias para que pueda prosperar y no menguar.

Ante ese panorama no cabe otra que reclamar desde los colectivos, colectivos que aglutinen a un amplio espectro de agentes preocupados por el arte y la cultura, respuestas urgentes y concretas. Para convertirse en un interlocutor propositivo y muy paciente. Trabajar hombro con hombro superando las diferencias para hacerse oír, como así hacen otros sectores sociales. Intentar convencer muchas veces realizando una labor pedagógica para conseguir que la voluntad política germine.

Nos encontramos, resumiendo, en una encrucijada de regresión cultural que reclama más que nunca la atención de los colectivos culturales y artísticos en complicidad con la ciudadanía. No hay otra manera.