ace años escribí un relato que nunca llegué a publicar. Por algo sería. Hablaba de un abuelo que se pasaba el día abanico en ristre y que, cuando no tenía uno a mano, resoplaba con todas sus fuerzas. Lo hacía para salvar el ecosistema, e invitaba a todo el mundo a seguir su ejemplo para evitar lo que el preveía como una gran catástrofe natural. El buen hombre se había educado en un mundo de grandes verdades universales, como aquella de que la energía no se crea ni se destruye, sólo se trasforma. Por eso veía con gran preocupación cómo proliferaban los parques eólicos a su alrededor. Vamos a agotar el viento, susurraba mientras agitaba su abanico. Y añadía que no era ninguna tontería, que ya lo habíamos hecho antes. Sí, fue hace siglos. Se guardó en secreto, pero fue por la navegación. Nos vinimos arriba surcando los mares con veleros cada vez más grandes y más eficientes a la hora de capturar los vientos, y claro, acabó ocurriendo lo inevitable, el viento se agotó y hubo que inventar los motores de vapor. Cuando alguien le argumentaba que aquello era un disparate, que a quién se le ocurría pensar que el viento podía agotarse le miraba condescendiente y afirmaba: sí, lo mismo decían del petróleo y del carbón y mira tú en la que estamos, y seguía dándole al abanico. A veces nos ponemos a jugar con las fuerzas de la naturaleza y las explotamos a nuestro antojo, pero si no las reponemos mal vamos, por eso tenemos que devolver al mundo lo que le quitamos, y dicho esto, metía la mano en el bolsillo de su gabán, sacaba un abanico a estrenar y te lo ofrecía mientras decía, ale, haz algo por el planeta, dale al abanico. Si estas semanas estuviese vivo fuera del relato en que duerme por ahí escondido, a buen seguro estaría muy preocupado. Seguimos gastando viento como locos y a por más que vamos. Yo por si acaso voy a resoplar un poco€