sted y yo improvisamos mucho menos de lo que sería recomendable, según estándares universales de salud. Improvisar (que, según la RAE, es "hacer algo de pronto, sin estudio ni preparación") mejora el desarrollo de la parte de nuestro cerebro que gestiona la creatividad, como han demostrado investigaciones sobre el cerebro de músicos de jazz. Nos pone de buen humor. Estimula nuestra imaginación, incluso para idear soluciones a problemas. En general, nos airea el cerebro, que con el paso de los años pierde elasticidad y se anquilosa, de tanto planificar.

La cuestión es que se nos va olvidando cómo improvisar. Nacemos sabiendo hacerlo todo el rato; pero, a medida que nos van cayendo años, nos puede el afán de organizarlo todo. Empezamos teniendo agendas escolares. Y acabamos en la edad adulta preparando escaletas hasta para los fines de semana: 9:00h desayuno con periódico. 10:15h pasar el aspirador. 12:30h pintxo caliente en el bar de abajo. 14:10h comida, siesta, película, rule por el barrio, cenita€Y al día siguiente, volver a empezar.

Romper este patrón de rutinas no es fácil. Anima saber que la improvisación es un arte, pero no hace falta ser artista para improvisar. No hace falta ser jazzista, bertsolari como Maialen Lujanbio, o rapero como Arkano (que batió un record mundial improvisando raps durante 24 horas y 34 min seguidos). Tampoco hace falta pensar en la improvisación como en la capacidad de impulsivamente coger un avión para pasar el sábado en París. En nuestra vida cotidiana, en las pequeñas cosas, podemos improvisar, cada persona dentro de sus posibilidades (mermadas, dicho sea de paso, con la que está cayendo). Ya lo hacemos al adaptarnos al cambio de guión de nuestros hábitos traído por la pandemia, incluido el de improbesar: una forma de improvisar consistente en el arte de besar desde la distancia.